Páginas

viernes, 31 de diciembre de 2010

Sudán en la encrucijada

El próximo 9 de enero, justo seis años después de que se firmara el acuerdo de Naivasha que ponía fin a más de dos décadas de guerra civil en Sudán, está previsto que se celebre el referéndum que decidirá si el sur del país más extenso de África permanece unido al norte o si, por el contrario, inicia una nueva andadura como Estado independiente. Será sin duda una cita crucial para el futuro del pueblo sudanés.

Todo parece indicar que el “sí” a la independencia obtendrá una amplia mayoría, y el riesgo de que estalle un nuevo conflicto es real, ya que no todos están dispuestos a aceptar de buen grado la emancipación del sur.

En una cumbre de líderes árabes y africanos celebrada el pasado mes de octubre en Sirte (Libia), el presidente libio Muhamar El Gadafi advirtió que la eventual partición de Sudán puede constituir una enfermedad contagiosa que se diseminaría por otros países de África, e insistía en la necesidad de respetar la integridad territorial de Sudán. Por su parte, el presidente chadiano Idriss Déby -que aspira a renovar su mandato presidencial en mayo- ve la secesión de Sudán Meridional como una amenaza para su propio país, de características muy similares y con un norte y un sur bien definidos e históricamente enfrentados entre sí.

A los intereses políticos y estratégicos se unen, además, grandes intereses económicos. El hecho de que el 80 por ciento de las reservas del petróleo de Sudán -el tercer productor de África- se encuentre en el sur, constituye un elemento capital, a pesar de que haya un acuerdo sobre el reparto de los beneficios de su explotación. Por otra parte, la cohesión interna entre las numerosas etnias que pueblan el sur del Sudán, una cohesión que no es ni mucho menos evidente, será uno de los principales retos que deberá afrontar el nuevo Gobierno.

Tanto las autoridades sudanesas como la comunidad internacional tienen la grave responsabilidad de garantizar que el referéndum se pueda celebrar con total transparencia y seguridad. Sin embargo, los bombardeos perpetrados por el Ejército de Sudán contra algunas poblaciones del sur el pasado mes de diciembre o las reiteradas amenazas del presidente El-Beshir si el sur decide independizarse no son, desde luego, un signo de que Jartum esté por la labor de garantizar esa seguridad. El próximo día 9 los sudaneses del sur, dueños de su propio destino, hablarán, y su decisión, sea la que sea, deberá ser respetada.

martes, 21 de diciembre de 2010

Mejillones y citronela


Se acerca la Navidad. En estas fechas, no sé por qué, pero me acuerdo siempre de cómo las celebraba estando en Chad. A parte del turrón que me enviaban mis colegas combonianos desde España y del que puntualmente me mandaba cada año mi santa madre, no tenía ningún otro dulce navideño que llevarme a la boca para festejar unas fechas tan entrañables y en las que la morriña se hacía más fuerte que nunca.

A lo largo del año disfrutaba de vez en cuando de los paquetes que mi familia me hacía llegar -no sé cómo, porque el correo chadiano funciona de aquella manera- en los que nunca faltaba una botellita de aguardiente de Chantada y media docenita de chorizos de mi pueblo bien envasados al vacío. Aquello suponía el mejor de los regalos que uno podía recibir y daban pie para organizar alguna que otra velada de lo más agradable, sobre todo gracias al aguardiente.

Recuerdo un año en el que uno de mis hermanos se empeñó en meter en el paquete navideño una lata de mejillones, una de esas latas de toda la vida, de las de mejillones en escabeche. Cuando abrí el paquete y la vi me eché a reir. ¡Vaya ocurrencia! Me dije. Sólo mi hermano podía ser capaz de semejante cosa. Lo que no me imaginaba era lo mucho que esa lata me haría gozar; tanto que aún hoy lo recuerdo.

El día de Nochebuena la abrí. Tenía ocho mejillones, ni uno más ni uno menos. Cuando hay escasez, uno cuenta hasta eso. Entre mi amigo Luigi (mi viejo compañero de misión) y yo nos los ventilamos en un santiamén, cuatro cada uno. Estaban de película. Aún tengo en la memoria el sabor que aquellos mejillones dejaron en mi boca. Nunca en la vida había disfrutado tanto una cosa a la que debería estar ya más que acostumbrado. Anda que no tengo abierto y comido cientos de latas como aquella... Sin embargo, el hecho de estar tan lejos de mi tierra y de no saber lo que era un mejillón desde hacía un par de años, hizo que aquella lata me supiera a gloria.

Cuando terminamos, cogí la lata y en un gesto rutinario e instintivo fui a tirarla a la basura. Por el camino la miré y vi la salsa que quedaba dentro, esa salsita rojiza, con su pedazo de laurel todavía dentro y todo. Me dije que era una pena tirarla, porque a saber cuando volvería a tener otra entre mis manos. Sin pensarlo dos veces, volví atrás y la metí en la vieja nevera a petróleo que teníamos en la misión.

Al día siguiente, día de Navidad, antes de comer fui a la nevera, cogí la lata y con un pedazo de pan rebañé la salsa que había dentro. Juro que nunca un poco de escabeche de mejillón me supo tan rico como aquello. Y dí gracias a Dios por la ocurrencia de mi hermano de meter la lata en el paquete. Es increíble cómo una simple lata de mejillones puede hacer tan feliz a una persona. Ahora, cada vez que abro una y noto en mi paladar el sabor del escabeche, recuerdo con una cierta nostalgia la que me comí en el Chad.

Ahora que estoy en España me pasa a la inversa. Un compañero me trajo hace tiempo una mata de citronela, una hierba que abunda en África y con la que se hace una infusión muy sabrosa y saludable. En Chad la tomábamos todas las noches, después de cenar. La tengo en una maceta y de vez en cuando corto un par de hojas para hacerme la infusión. Cuando noto su sabor, me vienen los mismos sentimientos y rebrota la nostalgia. ¡Cuántos recuerdos! Hasta me sabe mucho mejor aquí que cuando estaba allí.

La conclusión que saco de todo esto es que sólo apreciamos realmente lo que tenemos cuando carecemos de ello, por muy paradójico que pueda parecer. Yo descubrí el verdadero sabor de los mejillones en escabeche en Chad, gracias a aquella famosa lata. Y precisamente ahora que no estoy allí, es cuando más disfruto el sabor de la citronela africana. Cuan sabia es la vida, que nos enseña a disfrutar y apreciar las cosas justo cuando carecemos de ellas....

martes, 14 de diciembre de 2010

Invitados de honor

Los que han visitado algún país tropical saben cómo son las lluvias por aquellos lares: fuertes, con frecuencia torrenciales; muy cortas a veces, pero muy localizadas. En Chad no nos escapábamos de esa dinámica, por lo que cuando llovía casi todas las actividades se paraban, incluso la Misa.

En mi querida parroquia de San Daniel Comboni, solía celebrar la Misa todos los días a las cinco y media de la mañana, salvo cuando llovía, claro. Una hermosa y sonora campana (a la que hace poco dediqué este blog) se encargaba de despertar a las cinco en punto a todo el vecindario para anunciar a los cristianos que era la hora de levantarse para alabar al Señor. Cuando llovía, el encargado de tocar la campana se quedaba bien guarecido, porque sabía que aunque tocase la gente no iba a venir, y así se evitaba una buena mojadura en balde.

Un día, uno de esos tantos días en que la caprichosa meteorología estaba de juerga, empezó a llover a las cuatro de la mañana. Era tan fuerte que el ruido que hacía al golpear las láminas de zinc del tejado me despertó. Sin embargo, a las cinco menos diez, la lluvia se paró, como si Dios hubiese cerrado el grifo para no quedarse ese día sin su alabanza cotidiana (de hecho, lo solía hacer a menudo).

A las cinco en punto sonó la campana, como es de precepto, y me levanté para preparar la Misa. Los antojos de la climatología hicieron que justo cuando estaba abriendo la puerta de la iglesia, la lluvia empezase a caer de nuevo, esta vez con más fuerza que nunca. ¿Qué hacer? La campana ya había sonado y era posible que alguien viniera. Por otra parte, ante el aguacero que estaba cayendo me daba pereza volver a casa y ganarme una buena mojadura con su consiguiente riesgo de catarro. Así que me metí en la iglesia y me senté en un banco a esperar que pasara el chaparrón.

A las cinco y cuarto, veo entre las sombras una figura que entra por la puerta. Era “mama” Jeanne, una anciana de la parroquia que venía a Misa todos los días, la más fiel de todos los cristianos (a ella le dediqué también uno de estos blogs). Seguro que la lluvia la había pillado en el camino. Vivía lejos y necesitaba su tiempo para venir. Estaba completamente empapada y tiritando de frío. Se sentó a mi lado y los dos esperamos.

Cinco minutos después, otra sombra tiritante entraba, a su vez, también en la iglesia: era el viejo François, un abuelo que para andar dos pasos necesitaba veinte minutos, como si sus ya cansadas piernas recibiesen con retraso las órdenes de su cerebro. La lluvia tampoco se apiadó de él. Se había bautizado el año anterior y, desde entonces, todos los días era de los primeros en llegar a su fiel cita con el Señor. Entró, dejó su bastón a un lado y se puso a rezar.

Detrás de él entró (por supuesto, también empapada) Rosalie, una mujer coja y manca, desfigurada por una enfermedad de nacimiento. Entró, como de costumbre, arrastrando su pierna mala y con su brazo seco en cabestrillo. Se sentó en un banco y se puso a esperar, como los demás. Ya éramos cuatro.

A las seis menos cuarto miré a mi curiosa “feligresía” y me dije que ya que habían hecho el esfuerzo de venir, lo menos que podía hacer era celebrar la Misa para ellos. Y me fui a preparar el altar. En ese momento entró en la sacristía Alice, una cristiana que solía venir también a la Misa de la mañana -una de esas mujeres de armas tomar a las que dediqué otro blog-. Me preguntó: «Padre, ¿vas a celebrar la Misa? Pero si no hay nadie. Con esta lluvia la gente no va a venir». Le mostré a nuestros tres fieles tiritando de frío y le dije: «La gente ya ha venido». Me sonrió de manera cómplice y me ayudó a preparar todo para la celebración.

Y celebramos la Misa, una Misa sencilla, en familia, que nos llenó de calor y nos hizo olvidar la incómoda sensación del cuerpo mojado. Entonces pensé en el pasaje del Evangelio en el que el Amo de la casa invita a su fiesta a los pobres y los mendigos. ¡Qué cierto es eso de que en la misión el Evangelio se hace como más real!

Creo que fue la Misa más hermosa que he celebrado desde que soy sacerdote. Dios nos reunió y compartió con nosotros su Pan y su calor. Después de la Misa nos quedamos un rato charlando y, cuando el cielo escampó, cada uno se volvió a su casa, con el cuerpo mojado y muerto de frío, pero con el corazón lleno de calor por haber tenido el privilegio de haber sido los invitados de honor en la fiesta de nuestro Dios.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Con buen sabor de boca

Este año que pronto va a terminar ha sido muy especial, tanto para el continente africano como para la revista que dirijo: Mundo Negro. Durante estos doce meses hemos querido dar un relieve particular a los 50 años de independencia de 17 países africanos, a cuyo lado hemos ido caminando con la satisfacción añadida de poder celebrar, al mismo tiempo, el medio siglo de vida de nuestra publicación.

Cerramos el 2010 con el grato sabor que nos han dejado celebraciones y festejos, pero también con algunas sombras que, aunque lo tiñan de una cierta oscuridad, no deben empañar la alegría de todo lo vivido a lo largo de estos meses.

La difícil y complicada situación del Sahara Occidental -que sigue siendo la gran asignatura pendiente de España-, la epidemia de cólera que está matando sin misericordia a miles de haitianos, el encarcelamiento y proceso judicial contra la opositora ruandesa Victoire Ingabire, el eterno conflicto de Somalia o la delicada situación de países como Madagascar, Sudán Meridional, la República Democrática de Congo y, recientemente, la de Costa de Marfil, oscurecen de alguna manera este tramo final del año.

Por otra parte, la reciente publicación del informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos -que saca a la luz toda la verdad sobre los asesinatos indiscriminados cometidos en la República Democrática de Congo entre 1993 y 2003-, las recientes elecciones de Guinea o los referendos constitucionales de Kenia y Níger nos animan a mirar a 2011 con cierta esperanza.

La historia humana es precisamente eso: un continuo sucederse de luces y sombras, de alternancia entre momentos de bonanza y prosperidad y épocas turbulentas en las que guerras o catástrofes han sembrado de oscuridad y tristeza algún rincón del planeta. Nuestra historia se ha ido escribiendo a base de dulzores y amarguras, de alegrías y tristezas, de esperanzas y frustraciones.

La Encarnación de Jesús de Nazareth es, sin duda, un acontecimiento que ha marcado la historia de la humanidad. Nadie se imaginaba que un hecho tan sencillo como el nacimiento de un niño en el establo de una posada de Palestina, pudiese tener tanta trascendencia para el género humano. Dios mismo se hacía hombre y entraba de lleno en el devenir histórico de la humanidad.

Al mismo tiempo, nunca un hecho ha sido tan representado, celebrado y recordado como el nacimiento de Jesús en Belén. Desde la pintura o la escultura, hasta el cine, el teatro, la música o la literatura, todas las expresiones artísticas se han hecho eco de él. Por algo será.

Los poemas navideños que Mundo Negro publica en su número de diciembre, ilustrados con algunos de los belenes africanos que se podrán contemplar en la ya tradicional exposición que cada año por estas fechas organiza el Museo Africano Mundo Negro, quieren ser una pincelada de optimismo para despedir el año que se nos va con buen sabor de boca y abrir las puertas al que viene con renovada esperanza.

Mi mayor deseo en este fin de año, que está ya próximo, es que la Navidad, acontecimiento que marcó para siempre nuestra historia y tantas veces se ha visto reflejada en nuestro arte, sea buena noticia para la vida todos.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Parábola de un campanario

Chad es un país con una fuerte presencia musulmana, particularmente en el norte del país. Incluso en el sur, donde yo me encontraba, esa presencia se nota cada vez más a pesar de no ser la religión mayoritaria de la gente. Los minaretes y las mezquitas se multiplican como hongos y cada vez es más normal que un muecin te despierte a las cuatro de la mañana con su canto de invitación a la oración ritual.

Los cristianos, con una mal disimulada envidia y un cierto deseo de revancha, vinieron un día a verme para pedirme nada menos que un campanario, ya que si los musulmanes tenían su "campana" por las mañanas ¿por qué nosotros no podíamos tener la nuestra?

Les dije que me parecía una idea estupenda, que tenían mi visto bueno para construirlo, pero les pregunté que de dónde pensaban sacar el dinero y, sobre todo, cómo iban a hacer para conseguir la campana. La respuesta ya me la esperaba: "Lo tienes que hacer tú, y la campana también, porque aquí no hay campanas ni fábricas que las hagan". Les expliqué que la parroquia no era mía, sino suya. "Yo no necesito ningún campanario, si vosotros lo queréis, organizaos y construidlo; ya veremos luego lo de la campana", les dije.

Puede que suene a respuesta fea o a escaqueo monumental. La idea en realidad me entusiasmaba y yo también me moría de ganas por tener un campanario, ya que hacer sonar cada mañana una vieja llanta de camión era de lo más incómodo y molesto para los oídos -más aún a ciertas horas tempranas de la mañana-, pero conociendo a mi gente, era la única manera de hacerles reflexionar y de empezar a estimularles para que se implicasen ellos mismos en el proyecto. Lo de la campana estaba resuelto desde hacía mucho tiempo, ya que una parroquia de Italia se había ofrecido a regalarnos una. Era preciosa, de bronce fundido, más de 200 kilos de peso y con el nombre de la parroquia grabado en el costado. Evidentemente, no dije nada a la gente hasta que el campanario no estuvo terminado.

Dos años les costó hacerlo. Un año y medio para ponerse de acuerdo, y el resto para fabricar los ladrillos necesarios, recaudar el dinero que costaba el cemento y levantar los pilares. Una de las cosas que aprendí en África es que nunca hay que poner plazo a las cosas. El ritmo es diferente y los tiempos no se miden como en Europa. Si de algo estoy convencido es de que el peor enemigo que tuve allí siempre fueron las prisas y la impaciencia. Con razón me dijo uno de ellos: "Cuando vengas aquí debes dejar tu pasaporte y tu reloj en el aeropuerto; ya los recogerás luego, cuando te regreses a tu país". Sabiduría popular de la buena...

Visto con ojos de aquí, no son maneras de hacer, lo reconozco, pero cuando llegó el final del curso e hicimos la evaluación final de las actividades de la parroquia, lo que la gente más valoró fue precisamente el hecho de haber construido el campanario. "Por primera vez hemos sido capaces de hacer algo nosotros solos, sin ayuda de los padres y las hermanas", fue la conclusión. Una hermosa lección. Se dieron cuenta de que trabajando juntos, poniendo cada uno su granito de arena, todo era posible. A 100 Francos CFA por persona (unos 20 céntimos de euro) logramos recaudar todo el material necesario. Eso sí, la clave estuvo en que como era "su" proyecto y tenían tantas ganas de culminarlo, todos dieron su parte. Y ya se sabe, miles de pequeños esfuerzos, equivalen a una gran gesta.

El campanario fue inaugurado solemnemente el día de Navidad. La campana -afinada en FA, según indicaba la carta que la acompañó desde Italia- sonaba de maravilla. Incluso un día se acercaron dos musulmanes a verla, porque la oían todas las mañanas desde la otra orilla del río. Y los cristianos, claro, sacaron todo su orgullo. "Es nuestro campanario, lo hemos construido nosotros solos....".

Todo podría haberse quedado en una hermosa anécdota y un bonito ejemplo de solidaridad y trabajo en común. Lo bueno es que ese campanario se convirtió de alguna manera en el símbolo de la parroquia, y cada vez que surgía una dificultad, diferencia o enfrentamiento entre la gente, siempre venía la misma reflexión: "Acordaos de lo que fuimos capaces de hacer para tener nuestro campanario...".

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Ni triunfo ni derrota.... sino hermoso mestizaje

El domingo pasado se jugó en México lo que allí llaman "un clásico entre los clásicos". Algo así como un Atlético-Real Madrid. Jugaban el América y el UNAM (Las Ágilas contra los Pumas, utilizando la terminología mexicana). Ambos equipos de la capital azteca. No es que este comentario vaya de fútbol, pero ese partido me ha traido a la memoria grandes y hermosos recuerdos.

Hace seis años tuve la oportunidad de pasar una temporada en ese gran país. Fue una experiencia hermosa en la que muchos de los tabúes, prejuicios e ideas preconcebidas que tenía de México y de los mexicanos se cayeron de manera estrepitosa. Me sentí tan a gusto que guardo aquella experiencia -y la gente con la que conviví- como uno de los recuerdos más hermosos de mi vida.

En una ocasión -y aquí viene el quid de este blog- fui a visitar la plaza que llaman "De las Tres Culturas". Es una plaza en la que conviven en el espacio restos de la cultura precolombina, un templo cristiano de los tiempos de los españoles y edificios modernos del México actual. Es un lugar muy especial, porque muestra los tres períodos más importantes de la historia de este hermoso país.

Me sorprendieron muchas cosas, pero lo que más me quedó grabado en la mente fue una enorme placa situada en la plaza de Tlatelolco, no lejos de allí, en la que se puede leer la siguiente inscripción:

"EL 13 DE AGOSTO DE 1521 HEROICAMENTE DEFENDIDO POR CUAUHTEMOC CAYÓ TLATELOLCO EN PODER DE HERNÁN CORTÉS. NO FUE TRIUNFO NI DERROTA. FUE EL DOLOROSO NACIMIENTO DEL PUEBLO MESTIZO QUE ES EL MEXICO DE HOY".

Me quedé un buen rato contemplando esa piedra y esa inscripción: Ni triunfo ni derrota, sino el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy. Me dio mucho que pensar.

En otra ocasión fui con una buena amiga a la casa consistorial de Ciudad Nezahualcoyotl, un lugar al que no suelen ir los turistas, pero que es el México profundo, el auténtico, allí donde vive la gente sencilla y que es grande como todo Madrid. En el vestíbulo hay un mural precioso, sin texto, pero con el mismo mensaje. La parte izquierda es un guerrero azteca; la derecha un soldado español. Ambos están luchando. Y justo donde se cruzan sus armas, se ve el dibujo de un recién nacido. Símbolo del mestizaje, de la mezcla de culturas, ancestro de ese pueblo mestizo que es el México de hoy.

En un mundo en el que tanto se están alentando las divisiones, los etnocentrismos, las guerras culturales o los nacionalismos radicales, México nos da un gran ejemplo de cómo se pueden superar las heridas del pasado. No digo olvidarlas, ojo; digo superarlas. Asumir y aceptar la propia historia, reconocer los propios errores y mirar al futuro con ojos positivos es algo que mucha gente no ha sabido hacer todavía.Y no me refiero sólo a la gente de México, porque de todo hay en la viña del Señor. Que alguien me explique sino muchas de las tensiones que aún vivimos en España.

Mis años pasados en África me han enseñado que la pertenencia étnica, nacional, regional, clánica o familiar es algo que concierne a todo ser humano. La diferencia está en cómo cada persona vive esa pertenencia. Entonces me pregunto: ¿Soy gallego, español, íbero, celta, romano, bárbaro, árabe...? Cada uno llevamos en nuestra sangre los genes que se han ido cruzando desde los albores de la humanidad, de culturas que se cruzaron entre sí, que lucharon, se invadieron, se conquistaron y se reconquistaron.

Ni triunfos, ni derrotas.... sino el doloroso nacimiento del pueblo mestizo -y hermoso- que todos somos hoy.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Por un puñado de cacahuetes

El mes de noviembre me recuerda mis correrías por los 54 poblados de la parroquia. Noviembre es sinónimo de cosecha, tiempo de recoger el mijo y los cacahuetes, principales cultivos del campesino chadiano.

Durante todo el mes me dedicaba a ir de poblado en poblado, de aldea en aldea, para celebrar con la gente uno de los eventos más importantes del año, porque de la cosecha recogida depende la subsistencia de la familia durante los meses siguientes. Si las lluvias han venido a su tiempo y en su justa medida, la cosecha será buena y el sustento cotidiano estará garantizado. Si, por el contrario, las lluvias se han hecho de rogar o han sido demasiado intensas, la cosecha será pobre y los fantasmas del hambre y la precariedad planearán durante todo el año sobre hombres, mujeres y, sobre todo, los niños.

El pueblo chadiano, como todo el pueblo africano, es muy religioso. No importa que la divinidad que trae la lluvia y favorece la cosecha se llame Dios, Alá, Su o Mbay. Cristianos, musulmanes y seguidores de la religión tradicional esperan con ansia que lleguen los meses de noviembre y diciembre para recoger el fruto de la tierra y presentar la ofrenda de agradecimiento a su dios.

Todos los poblados esperan con ganas a que llegue el cura para celebrar la "Fête des récoltes" (fiesta de las cosechas), durante la cual se ofrecen el mijo y los cacahuetes recién cosechados y se da una pequeña parte como diezmo para las inmensas necesidades de la parroquia. Era gracias a esa aportación de la gente que luego podíamos organizar sesiones de formación para catequistas, animadores rurales, matronas, líderes y responsables sociales o agentes de promoción social. Una vez que el cura se acerca al poblado para la celebración religiosa, no es raro ver participar en ella a musulmanes o fieles de la religión tradicional. Jamás he visto ni participado en una fiesta tan diversa ni ecuménica. ¡Cómo añoro aquellas Misas!

Lo más impresionante venía en el momento del ofertorio. Colas interminables de gente se acercaban al altar -improvisado casi siempre al pie de un frondoso árbol porque en la capilla no hay sitio para todos- con su correspondiente puñado de grano o su pequeña taza de cacahuetes. Unos cantando, otros bailando y todos exhibiendo orgullosos y agradecidos el contenido de su ofrenda mientras tambores, cascabeles y balafones suenan sin parar haciendo del momento una fiesta ensordecedora. Es la humilde y alegre ofrenda del pueblo como signo de agradecimiento a Dios por la cosecha. Es también el gesto de solidaridad y participación de todos en la vida de la comunidad parroquial.

Y como las matemáticas no fallan, cuando cientos de personas traen cada una un puñado de cacahuetes, se puede literalmente llenar un camión. La foto es bien elocuente. ¡Cuánto sufría la vieja Toyota en el camino de regreso! Según el manual de instrucciones, podía cargar hasta una tonelada, pero casi siempre regresaba a casa con sobrepeso. Parece mentira, pero en África como que los coches multiplican sus prestaciones. Lo más corriente era que, además de la carga de cereal, hubiese algún pasajero extra que aprovechase la ocasión para ir a la ciudad -casi siempre enfermos o ancianos que necesitaban ser hospitalizados- o que alguien pidiese el servicio de enviar un paquete a un familiar, convirtiendo así la Toyota en un remix de vehículo de carga, ambulancia y furgón de reparto.

Antes de partir, no podía faltar el toque final. Había que degustar el fruto recién cosechado. Una buena boule de mijo nuevo con su correspondiente pollo guisado con el arte culinario que sólo tiene la mujer africana, servía de epílogo y ayudaba a reponer las fuerzas después de más de dos horas de celebración. Todo en un ambiente de fiesta y amistad.

Aún tengo en la boca el gusto especial y único de los cacahuetes frescos recién cogidos y que iba mordisqueando mientras sorteaba los agujeros de la carretera camino de la misión, rezando para que, una vez más, la vieja Toyota aguantase el tirón y me llevase a casa. Nunca me falló.


martes, 2 de noviembre de 2010

Y ahora ¿qué?

La publicación de la versión oficial del informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre los asesinatos indiscriminados cometidos en la República Democrática de Congo entre los años 1993 y 2003 trae a la luz algo que todos sabían, muchos denunciaron, pero ante los que pocos o casi nadie reaccionó.

Desde que estalló la tragedia ruandesa en abril de 1994 y durante los meses que siguieron a las masacres contra los tutsi, numerosas organizaciones de defensa de los derechos humanos venían denunciando la persecución y asesinato de miles de civiles como represalia por lo acontecido en Ruanda. A un genocidio le siguió otro, del que muy pocos medios hablaron. El informe que acaba de publicarse acusa de manera especial a Ruanda y Uganda de haber cometido actos que podrían merecer la catalogación de genocidio y de crimen contra la humanidad. Otros países que participaron en el conflicto, como Chad, Angola, Burundi o la propia República Democrática de Congo, tampoco quedan exentos de responsabilidad.

Las más de quinientas páginas de que consta el documento muestran con pelos y señales las exacciones cometidas en la región de los Grandes Lagos, tanto las dirigidas contra los tutsi como las perpetradas contra la población hutu, durante el período al que hace referencia el estudio. Los peor parados, como suele ocurrir en estos casos, fueron las mujeres y los niños, a los que se dedica un capítulo especial. El informe hace referencia también a la explotación de los recursos naturales como telón de fondo de muchas de las masacres cometidas entre la población civil.

Durante todos estos años, la revista Mundo Negro ha venido informando y denunciando los hechos acaecidos en esta sufrida región de África. Ahora, salen a la luz de manera “oficial” y con el aval que supone ser denunciados por un organismo de la talla del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

La pregunta que surge, una vez denunciados los hechos es: Y ahora ¿qué? La población congoleña tiene sed de justicia. El primer paso, condición sine qua non para saciar esa sed, se acaba de dar con la publicación de este extenso informe. Queda por ver qué hará ahora la comunidad internacional para dar el segundo paso, el más importante, el de castigar a los culpables y hacer que esa justicia tan ansiada por los congoleños vea también la luz.

Mientras tanto, el presidente ruandés, Paul Kagamé, uno de los principales acusados en el informe, acaba de dar un paso más en su desprecio hacia los derechos humanos y las libertades políticas. La detención de la líder opositora Victoire Ingabire bajo la acusación de negación del genocidio y de promover actividades subversivas y terroristas muestra lo poco que parece preocuparle lo que diga la comunidad internacional. Kagamé ha gozado siempre del beneplácito y el apoyo incondicional de Estados Unidos y Gran Bretaña, fundamentalmente. Habrá que estar atentos para ver cómo reaccionan ahora sus grandes aliados occidentales.

Tal y como reza en la portada del número de noviembre de Mundo Negro, la verdad abre las puertas a la justicia. Una vez que la verdad ha salido a la luz, ya no hay vuelta atrás. Los hechos están ahí, son claros como el día, evidentes y contrastados con infinidad de testimonios y de documentos. La puerta se ha abierto, esperemos que nada pueda impedir ahora que la justicia entre y actúe con toda su fuerza y vigor.

lunes, 25 de octubre de 2010

Una sinfonía a orillas del Zambeze

Quienes han vivido en África dicen que allí el sol no se pone, se cae. Debido a la latitud a la que se encuentra buena parte del continente, la caída del sol sobre el horizonte es tan rápida que casi se puede percibir su movimiento. En apenas unos minutos se pasa de la luz del atardecer a la negritud de la noche, mientras el cielo extiende con la misma rapidez su maravillosa alfombra estrellada sobre una bóveda que no parece tener fin.

En el río Zambeze, sin embargo, el sol ni se pone ni se cae; se recuesta suave y tiernamente sobre su margen derecho, al tiempo que su rostro se va maquillando progresivamente con todos los tonos imaginables, para pasar del amarillo brillante al púrpura más pálido.

Con un ritmo lento, suave, acompasado, se va deslizando por el horizonte al compás de una banda sonora que ningún músico será nunca capaz de componer: una hermosa y relajante nana entonada por la voz hipnotizadora del silencio vespertino del río.

Contemplar la majestuosidad del Zambeze, con sus impresionantes cascadas y sus pacíficos remansos, o poder acompañar al sol en su camino descendente hasta verlo adormecerse suavemente tras el margen occidental del río, es un regalo que no tiene precio, un privilegio para cualquier mortal y que aún conservo en la memoria como si hubiese sido ayer mismo.

Los pocos hipopótamos o cocodrilos que se dejan ver en el río, testigos cotidianos e indiferentes del espectáculo natural, enriquecen y dan un tono exótico al decorado de esta singular obra cuyo guión ha sido escrito y diseñado línea a línea por el Creador. Semejante belleza sólo puede ser obra de un auténtico Artesano que ha pensado hasta el más mínimo detalle y que, con la batuta de un gran maestro de ceremonias, dirige y da entrada a cada actor justo en el momento preciso.

Y como epílogo... el silencio. Un silencio solemne y sagrado apenas perturbado por el canto de algún pájaro rezagado en busca de cobijo para pasar la noche. Una sensación de paz y de sosiego capaz de esponjar el corazón más tenso lo inunda todo, mientras yo me siento como un niño que, al son de una canción de cuna, se acurruca en los brazos de su madre, dejándome llevar adormecido, confiado, sosegado.

Ese mismo sol que cada tarde se acuesta sobre el Zambeze, se levanta con la misma celeridad a la mañana siguiente para interpretar un nuevo compás de esta maravillosa sinfonía. El escenario cambia. Me encuentro unos kilómetros río arriba, justo ante las Cataratas Victoria, así llamadas en memoria de la que fue reina del Imperio Británico. Ya desde la carretera se oye el ruido de las cascadas, un murmullo tentador, antesala de lo que será un nuevo espectáculo.

Tomo el sendero que conduce a las cataratas y me dejo guiar por el sonido del agua, un murmullo que va subiendo en volumen e intensidad a medida que me acerco al primer mirador. Ante mi, una nueva obra de arte diseñada por el mismo Artesano que concibió la puesta de sol del día anterior: un acantilado de más de 100 metros de altura por el que toneladas de agua se precipitan constantemente al vacío dando lugar a una inmensa cortina de agua y vapor. Mientras, el silencio del anochecer da paso a un trueno ensordecedor.

Los actores son los mismos, pero cada uno interpreta ahora una partitura diferente. La quietud del agua de la tarde anterior da paso a un "crescendo" majestuoso que, a medida que me acerco a la catarata, se va transformando en un impresionante redoble de tambores acuáticos producidos por el pertinaz golpear del agua sobre el basalto. Pulverizada tras semejante choque, esa misma agua sube como una columna de humo, llegando a alcanzar los 800 metros de altura.

Aquel remanso inofensivo que me adormecía la tarde anterior se transforma ahora en una bulliciosa corriente cuya fuerza impresiona al más valiente y se hace oír a kilómetros de distancia. Con razón los locales la llaman "Mosi-oa-Tunya", el humo que truena. El mismo río que la tarde anterior transmitía sosiego y paz, se convierte de pronto en incansable fuente de energía vital que inunda el ambiente y penetra las entrañas del que se acerca a escucharlo y contemplarlo.

Por su parte, la luz tenue y rosada del sol que se reflejaba anoche en las calmadas aguas del río, se transforma por la mañana en deslumbrante claridad que lo inunda absolutamente todo. La inmensa nube de agua vaporizada que remonta desde lo más profundo del acantilado se deja atravesar por los primeros rayos de sol dando lugar a una singular danza de arcoiris, invitado de lujo a la ceremonia y que compite en belleza y originalidad con los reflejos del atardecer sobre la superficie del río. Aire, agua y sol se unen en armonía perfecta para interpretar esta verdadera sinfonía de la creación.

domingo, 17 de octubre de 2010

Los mudos hablan... y también cantan

No sé por qué avatares de la vida ni de la misión me pasó, pero en una ocasión me encontré inmerso en un asunto que nuca me había imaginado. Un buen día descubrí que en un rincón perdido de nuestra parroquia, un joven protestante había reunido entorno a si un grupo de niños y adolescentes que, como él, eran sordomudos. Se reunían todos los días en un viejo chamizo semiderruido y allí, entre cuatro paredes en ruinas y con una tabla pintada de negro a modo de pizarra, intentaba alfabetizarlos y enseñarles el lenguaje de signos que usan los sordos.

El joven en cuestión se me acercó y, balbuceando unas palabras, me hizo entender que necesitaban ayuda. Pronto entablamos un diálogo a base de notas escritas en un pedazo de papel, ya que ni él me oía a mi ni yo comprendía los balbuceos que salían de su boca. Difícil para entenderse. Sin embargo, con una buena dosis de paciencia, mucho papel y un buen bolígrafo pudimos "charlar" un buen rato.

A la semana siguiente me acerqué al lugar en el que se reunían y pude ver que el entusiasmo y las ganas de aprender eran mucho más fuertes que la falta de medios y la vetustez del lugar. Más me sorprendí aún cuando me pidieron que el domingo les acompañara en la oración. Al ser protestantes, católicos y de la religión tradicional no me pidieron que les celebrase la Misa, pero sí que estuviera con ellos durante su particular oración dominical. Acepté la invitación, más por la curiosidad de ver cómo reza un grupo de sordomudos que por lo poco que podría hacer con ellos.

Me quedé sorprendido cuando el animador tomó la Biblia y en su lenguaje de signos les fue leyendo e interprentando un pasaje del Evangelio. Al terminar la lectura se abrió todo un intercambio de gestos y balbuceos del que no entendía nada, pero que tenía el aire de estar bien animado. Pero lo mejor vino cuando un grupito de ellos se levantó, se puso ante la particular asamblea que allí estaba reunida y empezó a entonar un canto. Si, un canto. Jamás pude imaginar que los sordomudos también pudiesen cantar.

Los miembros de la coral empezaron a mover los cuerpos de manera rítmica, con una sincronización casi perfecta. Daban palmadas, hacían gestos y emitían unos gorgoritos que todo el mundo -salvo yo- comprendía a la perfección. Palmas, danzas, murmullos... todo seguía una coreografía que se veía a las leguas que había sido ensayada y preparada minuciosamente. En mis muchos años de cura y de misionero he visto y oído rezar en infinidad de lenguas, pero nunca había asistido al precioso espectáculo de ver rezar y hasta cantar en lenguaje de sordos.

Al terminar la oración y siguiendo la costumbre chadiana -y africana-, me invitaron a comer. Unos cuantos cacahuetes y un par de mangos, todo lo que tenían, pero que lo compartieron con gusto y generosidad. Después de la comida vino el momento de "hablar" de cosas serias. Esta vez había ido preparado y me llevé un buen cuaderno, amplio y con muchas hojas, para que el "diálogo" fuera fluido y sin prisas. Necesitaban libros, cuadernos, una nueva pizarra, tizas y, sobre todo, poner techo a su particular sala de clases.

No fue difícil encontrar lo primero. Lo del techo  ya fue más complicado. No sé si por suerte o por desgracia, los grandes empresarios de la ESSO, la compañía que explota el petroleo en Chad, se enteraron de la existencia del grupo y se comprometieron a reconstruir la sala y poner en condiciones otras tres más. Cumplieron su promesa, aunque le dieron toda la pompa y la propaganda posible para demostrar que las grandes petroleras también están por el desarrollo de la población local.

Con todo, me quedo con el entusiasmo de ese pequeño grupo, apenas una veintena de niños y adolescentes de diversos grupos étnicos y de diversas religiones, cuyas ganas de aprender y de derribar el muro que para ellos supone ser sordomudos en un país en el que su situación es sinónimo de abandono total por parte de las autoridades y hasta de sus propias familias. Me quedo con su tenacidad y, sobre todo, con su espíritu de superación. Sí, los mudos también pueden cantar, los sordos oir y los cojos bailar ¿Dónde había leído yo eso antes?

lunes, 11 de octubre de 2010

¡Quien fuera niño!

Esta fotografía fue tomada en 2005 en un campo de refugiados, cuando la región sudanesa de Darfur vivía uno de sus momentos más difíciles a causa de una guerra escondida, cruenta, alimentada por los que codician la riqueza que se esconde bajo las piedras y la arena del desierto.

Me quedo con el enorme contraste entre la sonrisa del niño y la mirada perdida de su madre, expresión de la impotencia, de la incertidumbre ante un futuro al que no se le ve salida por ningún lado; peor aun, un futuro que se cierne como una amenaza sobre el pequeño que tiene en sus brazos. ¿Qué va a ser de él?

Y mientras la madre se interroga sobre el devenir de su retoño, el pequeño parece tener la mirada en otra parte, ajeno a las preocupaciones de los mayores, él simplemente mira y sonríe. Seguramente su inocencia lo mantiene aún apartado de toda la tragedia que se está viviendo en su entorno. Sin duda que algo atrae su atención y le hace gracia, como a todo niño que se ríe con cualquier carantoña. Y es que los niños son siempre niños. ¡Quien pudiera ser como ellos!

Esos hoyuelos en las mejillas, ese aspecto rollizo y sano, como que no concuerdan con el guión. Dado el lugar y la situación en la que vive, debería ser un niño famélico, casi en los huesos, llorando y, a ser posible, con unas cuantas moscas alrededor de ojos y labios.  Pues va a ser que no. A este crío ni los tiros ni la pobreza ni tan siquiera la desesperación de su madre le quitan la sonrisa. Algo le hace gracia y eso le basta. Lo demás parece no tener importancia. Es, lo que los mayores solemos llamar poéticamente, "disfrutar del momento".

Sudán está viviendo un momento muy delicado, quizás el más delicado de toda su historia después de su independencia. El referéndum que decidirá la autodeterminación de Sudán Meridional está a la vuelta de la esquina y los primeros problemas serios han empezado a aparecer. El temor a que vuelvan a sonar las armas tiene cada vez más argumentos para oscurecer el hermoso amanecer que surgió con los acuerdos de paz que pusieron fin a una de las guerras más crueles de África.

¿Futuro incierto? Puede ser. En cualquier caso, me resisto a dejar que las nubes de tormenta apaguen la esperanza. Este niño y todos los niños de Sudán (los que sonríen y también los que lloran) tendrán un día en sus manos la posibilidad de hacer de su país una tierra de paz, de libertad y de prosperidad. Ojalá que cuando llegue el momento sean capaces de permanecer ajenos al odio del pasado y miren sonrientes al futuro de su país. En sus manos está.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Ver, hablar y actuar

El mensaje del Papa para el Domingo Mundial de las Misiones, que se celebra el 24 de octubre, lleva por título “La construcción de la comunión eclesial es la clave de la misión”. Los cristianos, afirma el Papa, deben “aprender a ofrecer signos de esperanza y a ser hermanos universales, cultivando los grandes ideales que transforman la historia y, sin falsas ilusiones o miedos inútiles, comprometerse a hacer del planeta la casa de todos los pueblos”.

El mandato misionero de Cristo, “id por el mundo y anunciad el Evangelio”, va mucho más allá de la simple proclamación de una doctrina o de un mensaje. En una sociedad que cada vez favorece más el individualismo, todos estamos llamados a aunar esfuerzos de manera colectiva para hacer un mundo mejor. Ese mandato no es solamente un estímulo a nivel individual, sino que concierne a todas las comunidades.

Todos y cada uno de nosotros tenemos una grave responsabilidad, como individuos y como colectividad. Los diversos organismos que existen en la actualidad, ya sean de carácter civil, político o eclesial, deben buscar la interacción más allá de sus propias fronteras si quieren ser realmente eficaces. Sin ir más lejos, acabamos de asistir a una nueva cumbre sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio, celebrada en Nueva York del 20 al 22 de septiembre pasado. Esos Objetivos sólo se alcanzarán si los intereses particulares, especialmente los de los países más ricos, dejan de ser el obstáculo fundamental para llegar a los acuerdos necesarios que beneficien a todas las partes. Hablamos mucho de los países pobres pero, ¿dialogamos realmente de tú a tú con ellos? Manos Unidas, flamante Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, es un ejemplo fehaciente de que es posible hacerlo.

La Iglesia española ha escogido como lema para el Domund de este año “Queremos ver a Jesús”, en alusión a la petición que unos griegos hacen al apóstol Felipe. A los hombres y mujeres de nuestro tiempo no les basta con que se les “hable” de Jesús, sino que quieren “ver” signos de vida y de esperanza que demuestren que ese mundo solidario y fraterno al que tanto aludimos en nuestros discursos es posible.

De poco sirven las cumbres y los congresos internacionales -por muy buenas que sean sus intenciones- si las palabras que se dicen en ellos no se transforman luego en acciones palpables que se puedan ver concretizadas en la realidad. A pesar de toda su influencia y su poder para cambiar las cosas, los grandes de este mundo han hecho bien poco durante los últimos 10 años. En ese tiempo, los miles de misioneros repartidos por todo el mundo han hecho crecer la vida y la esperanza en la pequeña parcela en la que trabajan. Si por nuestra vocación cristiana estamos llamados a hablar de Jesús y de su amor por toda la humanidad, más llamados estamos aún a mostrarlo con hechos concretos.

El Papa también nos recuerda, citando el Concilio Vaticano II, que los que creen realmente en la caridad divina tienen la certeza de que “no es inútil el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal”. Los que más convencidos están de ello son los misioneros, y no por simple convicción personal o profesión de fe, sino porque que en los avatares y dificultades de cada día, ven a Jesús y son testigos directos de su amor a toda la humanidad.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Mujeres de armas tomar

Todos los años, cuando llega la Navidad, las mujeres de la parroquia Daniel Comboni de Doba, en el Chad, tienen la costumbre de preparar un poco de comida y llevarla a la cárcel para que, al menos ese día, los prisioneros puedan comer algo caliente y encontrar un poco de humanidad. Si hay algo duro en África es la prisión. Ir a parar al fango de una cárcel es una experiencia de lo más inhumano y degradante.

Suelen ir solas, pero aquella vez me pidieron que las acompañara. La comida que habían preparado era mucha y la camioneta de la parroquia podría ayudar para el transporte. Además, entre los presos había algunos recién bautizados y las mujeres me pidieron que los fuese a visitar para rezar con ellos. Acepté con gusto. En parte por la curiosidad de ver una cárcel chadiana por dentro y en parte por la posibilidad que tenía de acompañar, al menos por un rato, a los que había bautizado hacía pocos meses.

A la hora acordada, las mujeres se presentaron en la parroquia con dos enormes cacerolas en las que habían preparado la boullie, un potaje a base de mijo cocido con azúcar, muy nutritivo y de gusto muy agradable. Cargaron todo en la camioneta y luego subieron ellas. A pesar de que la vieja Toyota pick-up estaba acostumbrada a las sobrecargas, le costó iniciar la marcha. Durante el corto trayecto que separa la misión del calabozo municipal las mujeres no pararon de cantar, mientras los viandantes se quedaban mirando el espectáculo de ver una camioneta abarrotada de mujeres entonando a pleno pulmón canciones de Navidad.

Cuando llegamos ante la entrada de la prisión, el policía que hacía la guardia se asustó y levantó alarmado su kalachnikoff. Al ver que eran mujeres se tranquilizó y bajó el arma. Cuando me vio bajar de la cabina del conductor, se acercó y me preguntó qué significaba todo aquello. Le expliqué el motivo de nuestra visita y el deseo de las mujeres de visitar a los presos para que pudieran celebrar, aunque sólo fuera con un poco de boullie, el día de Navidad. “No están permitidas las visitas” me dijo en tono seco. “Es Navidad -respondió una de las mujeres-. Sólo queremos dar un poco de boullie a los presos y rezar con ellos”.

El guardia, entre sorprendido y receloso, miró a las mujeres una a una, luego me miró a mi y dijo: “De acuerdo, pero antes de entrar tengo que cachearos para estar seguro que no traéis armas”. Viendo cómo las miraba, me di cuenta de lo que realmente quería, por lo que intenté oponerme a ello alegando que eran mujeres, que se merecían un respeto y que por supuesto no llevaban armas. “Si no os cacheo, no podéis entrar, es una cuestión de seguridad”, dijo firme y mostrando de nuevo su kalachnikov.

Sin mediar palabra, Alice, la más lanzada de todas, se puso frente a él con las manos en alto, en actitud sumisa y desafiante a la vez. Se lo quise impedir, pero con un gesto me hizo entender que no le importaba, que valía la pena pasar el trago con tal de poder cumplir el objetivo que las había llevado hasta allí. Una tras otra, todas las mujeres fueron pasando por las manos de aquel hombre, que no dejó un sólo centímetro sin verificar, tomándose todo el tiempo del mundo y pasando varias veces por las zonas en las que él decía que podían esconder algo. Con la cabeza bien alta, la mirada al frente y el gesto sereno, pasaron el trámite con una dignidad ante la que me sigo quitando el sombrero.

Cuando el guardia sació su machista curiosidad, me tocó el turno a mi. Me acerqué para que me cacheara también, pero con un gesto de indiferencia me hizo ver que yo no le interesaba. “Podéis pasar, pero no tardéis mucho, no quiero que haya jaleo ahí dentro”, dijo abriendo la puerta.

Entramos, las mujeres repartieron la comida y luego hablaron a los presos y rezaron con ellos. Al final me pidieron que les diera la bendición. Terminada la visita, salimos de la prisión y las mujeres aún tuvieron la delicadeza de saludar al guardia -que, por cierto, también tuvo su ración de boullie- con un “feliz Navidad”.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Ser madre en Europa

Hace poco salió publicado en la prensa el caso de una diputada europea que acudió al parlamento con su bebé en los brazos. Según leía en la información, lo hizo para llamar la atención sobre la dificultad que tienen las mujeres para compaginar el horario laboral con el familiar. (ver http://www.elmundo.es/elmundo/2010/09/22/union_europea/1285158341.html)

El hecho fue comentado en las redes sociales; al menos en la que yo me he apuntado hace poco -siempre era reacio a ellas y al final caí-. La discusión a la que asistí tenía argumentos de todo tipo; hasta hubo quien comentó socarronamente en la página web del diario que "sólo le faltó darle el pecho en público".
Ese mismo día leía en un diario deportivo que el entrenador de un importante equipo de fútbol de España había rechazado una petición de los jugadores para empezar los entrenamientos media hora más tarde para poder, así, llevar a sus hijos al colegio.

No me quiero meter donde no me llaman, ya que ni estoy casado, ni tengo hijos, ni soy empresario, ni regulo ningún horario ni ley laboral. Sin embargo, el tema no me es indiferente.

En África he visto muchas cosas; pero la que más me maravilló siempre fue la manera que tienen las mujeres de solucionar los problemas cotidianos; y allí una de las cosas más cotidianas son los hijos, su educación, su subsistencia y la preocupación por que no les falte de nada. He visto mujeres ir a trabajar al campo a las pocas horas de haber dado a luz, con el retoño acurrucado en su espalda sujeto delicadamente por un paño. He visto pequeñajos que apenas levantan un palmo del suelo cuidar de sus hermanos pequeños o ir a buscar agua a no pocos kilómetros de sus casas. Con apenas seis o siete años se recorren enormes distancias (a pie, por supuesto), para ir a la escuela -los que tienen el privilegio de ir a ella, claro-.

Recuerdo cuando era niño, que iba solo al colegio, me pasaba el día en la calle y sólo entraba en casa para el pedazo de chocolate y el bollo de la merienda. Es cierto, mi madre no trabajaba, eran otros tiempos, no había tantos coches ni tanto tráfico ni tanta inseguridad como hoy, todo era distinto. Reconozco también que no se pueden comparar ni las épocas ni los lugares. Europa es lo que es y África es África. Sin embargo, en todo este asunto me queda como un amargo sabor en la boca. ¿Tanto da que hablar que una mujer lleve a su bebé en su regazo cuando va a trabajar? ¿Tanto escandalizaría que le diese de mamar en plena sesión del parlamento? Algo de nuestra humanidad está fallando entonces. Si yo les contara.... Hasta en la Misa las mujeres no tenían reparo en amamantar a sus bebés. Una Misa en África puede durar horas, y para un recién nacido no hay "horarios" de comidas como a los que tan acostumbrados estamos en Europa.

No se trata de decir quién tiene razón ni si la diputada hizo bien o hizo mal. Tampoco se trata aquí de dar soluciones fáciles a un tema tan delicado en nuestra sociedad como la compaginación del tiempo laboral y el familiar. Sin embargo, nadie me negará que lo de ser madre hoy es duro, difícil y complicado y nuestro mundo mercantilista, materialista y eficaz no facilita las cosas; al igual que ser padre, pero eso es tema que dará para otro comentario......

sábado, 18 de septiembre de 2010

El molino de Békondjo

Cuando aquella mañana me dijeron que habían detenido al coordinador rural de Bekondjo -uno de los 54 poblados que componían mi parroquia-, apenas lo pude creer. Era un hombre muy honesto, íntegro, comprometido con la causa del poblado y el principal impulsor de un hernoso proyecto: tener un molino en el pueblo para poder moler el mijo sin tener que acudir a los molinos de los árabes, cuyos precios abusivos suponían una carga extra para las mujeres obligándolas a hacer verdaderos malabarismos económicos para alimentar a los suyos. Al bueno del hombre lo habían acusado de haber robado el dinero de la caja comunitaria en la que se guardaban los ahorros de los campesinos para comprar, algún día, el ansiado molino.

No me lo podía creer. ¿Cómo podían acusarlo de robar la caja si el dinero se guardaba siempre en la parroquia y sólo la Hermana responsable de las actividades de desarrollo de la parroquia tenía acceso a él? Algo me olía mal, asíque allá me fui, con la Hermana y varios miembros de la cooperativa, a ver al comisario. El panorama que me encontré en el puesto de la Gendarmería era digno de una foto. Varias decenas de personas esperaban en la puerta, sentadas en el suelo, con varios policías ante ellos pidiéndoles inútilmente que se marcharan. Su coordinador era inocente y no se irían de allí sin él, por mucho que les amenazara la policía.

Poco a poco me fui enterando de la movida. El denunciante, uno de los jerifaltes del poblado, quería confiscar los ladrillos que la gente había hecho para construir la caseta del futuro molino. Eran buenos, de calidad, y al tipo aquel le parecieron los más idóneos para construir un par de habitaciones más en su casa. Evidentemente el coordinador se opuso, por lo que recibió en castigo por su "falta de respeto a la autoridad" la acusación de querer quedarse él con todo.

Di media vuelta, fui al despacho de la parroquia y cogí todos los recibos de la entrega del dinero que la cooperativa había depositado en la parroquia, convencido de que eran una prueba irrefutable de su inocencia. Con el fajo de papeles en el bolsillo me presenté ante el comisario diciéndole que debía tratarse de un error, porque ese hombre había depositado el dinero en mis manos y era yo quien lo tenía guardado. Como prueba le mostré los recibos firmados por mí. El comisario me miró con desprecio y me preguntó amenazante si lo estaba acusando de detención ilegal. Me dejó desarmado. Nuevamente le mostré los papeles y le dije que yo no acusaba a nadie, simplemente le estaba demostrando que aquél hombre que había detenido era inocente.

Me sentí tentado a regresar a la misión a buscar el dinero para mostrárselo, pero me lo pensé mejor, no fuera que ante un buen fajo de billetes el comisario perdiera la cabeza y fuese más lejos. Intenté convencerle por todos los medios, pero no había nada que hacer. Ante la amenaza de ser detenido yo también por calumnias contra las fuerzas de seguridad, no me quedó más remedio que abandonar.

Pocos días después se celebró una especie de juicio en el que se retiró la acusación de robo (al menos de algo habían servido mis pruebas), pero al bueno del coordinador se le impuso una suculenta multa para que pudiese recuperar su libertad. La propia gente se encargó de recaudar lo necesario y al final nuestro amigo fue liberado. Así es como funciona la justicia en el Chad.

Poco tiempo después, vino a mi casa acompañado de varios miembros de la cooperativa. Me dijeron que el momento había llegado y que querían comprar el molino, porque se acercaba la cosecha y no querían estar un año más dependiendo de los árabes. Además, visto lo sucedido, tanto el dinero ahorrado como los ladrillos eran objeto de la codicia de no pocas personas "importantes" y no querían tener más problemas. El precio total rondaba los cuatro millones de Francos CFA (alrededor de un millón de pesetas de aquel entonces). Pero había un problema: les faltaba un millón para completar el precio. Me lo pidieron con el compromiso de devolvérmelo con los beneficios que el molino les reportaría.

¿De dónde podía yo a sacar un millón de Francos (250.000 de las antiguas pesetas)?  Hablé con mis compañeros y decidimos pedirlo a amigos y conocidos de España. Por suerte sigue habiendo mucha gente generosa y solidaria y, al cabo de un par de meses, conseguimos el dinero que faltaba. Por fin, el sueño del molino se pudo hacer realidad.

La historia no acaba ahí. Los beneficios del molino no sólo sirvieron para devolver el "préstamo", sino que se utilizan desde entonces para pagar la escolaridad de todos los niños del pueblo, para mantener el propio molino o para la hospitalización de los que tienen la desgracia -que son muchos- de sufrir alguna grave enfermedad.

Por cierto, el dinero devuelto del crédito (traducido a hoy serían unos 1.500 euros) sirvió después para financiar otros proyectos, también con la condición de que sería rembolsado para poder seguir siendo utilizado. Si hay alguien que todavía no sabe lo que son los microcréditos, la banca ética y todas esas cosas, que se dé una vuelta por Bekondjo. Es un molino precioso.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Tenía que ser un granero

Recién estrenada mi nueva casa en el llamado "quartier des forgerons" (el barrio de los herreros), en la ciudad de Doba, en el sur del Chad, me puse manos a la obra para acondicionarla como novio recién casado buscando su ajuar.

Encontrar en una pequeña ciudad del Chad los enseres necesarios para una casa digamos "normal", tal y como la concebimos en Europa, no es sencillo. Necesité más de una semana rebuscando en los mercadillos locales para poder hacerme apenas con media docena de cubiertos (cucharas, cuchillos, tenedores, platos, tazas...) sin los cuales parece que los blancos no sabemos vivir.

Lo de las sábanas, toallas y demás piezas de lencería fue aun más complicado. No sólo me costó dar con ellas, sino que me hicieron falta grandes dosis de paciencia y buen hacer con un comerciante árabe para comprarlas a un precio razonable. Vivir como un blanco en una pequeña ciudad del corazón de África, aparte de complicado, suele ser bastante caro.

Pero el mayor problema vino cuando terminamos de construir la pequeña capilla de la comunidad. Si encontrar cubiertos culinarios fue complicado y vestir las camas casi imposible, no quería ni imaginar lo difícil que me iba a resultar encontrar un sagrario para el oratorio. Hacerlo llegar de Europa estaba descartado -además de por una cuestión de estética, por la dificultad pecuniaria y de transporte-. Quería tener algo "del lugar", algo que se conjuntase con el entorno, con la cultura en medio de la cual iba a vivir los próximos años y que se adaptase dignamente a la finalidad a la que iba a ser destinado.

Decidí no complicarme la vida y opté por lo más sencillo: acudir a algún artista local para que me tallase una pequeña cabaña africana, habilitada con una pequeña puerta y su correspondiente llave. No sería nada original, pero quedaría bien y, sobre todo, sería un sagrario "inculturado".
Aconsejado por mis compañeros de una misión vecina, ya con años y experiencia en esas lides, acudí a un artesano que ellos me recomendaron. Según me dijeron, era muy bueno en el arte de tallar la madera y ya había hecho varios sagrarios para otras misiones y capillas. Como el precio no era demasiado excesivo, se lo encargué.

Al cabo de un par de meses me acerqué a su taller para ver cómo iba mi cabaña. La talla estaba casi terminada, pero había algo que no me cuadraba. Más que una cabaña,  aquello se asemejaba más bien a un granero local, una especie de canasta sostenida por cuatro palos que la aíslan del suelo.

¿Qué es esto? le pregunté, aunque ya intuía la respuesta.
-Un granero, ¿no lo ves? Me contestó casi molesto por mi ignorancia.
-Pero yo te había encargado una cabaña, una de esas que usamos en la misión para hacer de sagrario.
-Ya lo sé. Pero en el pedazo de madera que utilicé estaba este granero, me respondió con toda la naturalidad del mundo.

En la concepción africana del arte, la materia prima que se utiliza para hacer una talla contiene ya en su interior la pieza a tallar. La labor del artista consiste en saber descubrir esa figura escondida y sacarla a la luz. Un escultor africano nunca talla lo que quiere, sino lo que su trozo de madera le sugiere.

Yo sabía que por mucho que discutiera con aquel hombre, no iba a convencerle de lo contrario. Aquel trozo de madera contenía en su interior un granero. Y a fe que el buen tipo se esmeró en sacar a la luz toda su belleza y expresividad. Era un granero precioso... pero no era la cabaña que yo quería (mentalidad europea la mía, pensé después).

-Yo no frecuento demasiado vuestra Iglesia, empezó a explicarme el padre de aquella maravilla, pero creo entender que lo que guardáis ahí dentro es una especie de pan que coméis durante la Misa y que consideráis como vuestro alimento sagrado. Aquí, en Chad, nunca guardamos el mijo -alimento básico y pan cotidiano de los chadianos- en el interior de la cabaña. Lo almacenamos siempre en el granero, porque ése es su lugar y porque está mejor resguardado. Si lo que realmente quieres guardar aquí es tu Pan Sagrado, lo más lógico es que sea un granero y no una cabaña.

¡Toma lección de catequesis! me dije para mis adentros. Aquel buen hombre que no frecuentaba demasiado la Iglesia me había dado una hermosa lección de teología y de inculturación como nunca la había recibido en mis años de formación. Le pagué con gusto y me llevé mi granero, convencido de haber encontrado el lugar ideal para guardar "mi pan", el Pan que alimentaría mi espíritu y me daría fuerzas para el trabajo que me esperaba en medio de un pueblo pobre en lo material, pero enormemente rico en sabiduría y bondad.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Las dos caras de Limbeaze

Durante uno de los muchos viajes que tuve la oportunidad de hacer al continente africano, me crucé con el P. Ángel Santamaría, un misionero de San Vicente de Paúl, de esos que te dejan huella en cuanto cruzas dos palabras con él. A decir verdad, no fue exactamente en el continente, sino en la isla de Madagascar, en un lugar paradisíaco llamado Tolagnaro.

Una de las muchas actividades que realizaba allí el bueno de Ángel -hace tiempo que le perdí la pista y no sé si continúa por aquellas tierras- era visitar la cárcel, donde se había hecho muy popular y querido entre los presos y sus carceleros.

Y, cómo no, me invitó un día a acompañarle para que viera en qué condiciones viven allí los que, según el tribunal de turno, tienen una cuenta pendiente con la justicia, hayan o no cometido un delito. Y digo esto porque esta historia tiene que ver con una pobre mujer a la que encarcelaron por un delito que no había cometido. Bueno, más que con una mujer, con su hija.

Limbeaze -así se llama la niña-  tenía apenas dos meses de edad cuando a su madre la acusaron falsamente de asesinato y la metieron en la cárcel. Como la pobre mujer no tenía con quien dejarla, no le quedó más remedio que llevársela consigo. Eso había pasado tres años antes de que Ángel me contara la historia. Limbeaze había pasado los tres primeros años de su vida en el patio de una prisión, sin saber lo que es el mundo exterior, sin ver a otros niños, sin poder ir a la escuela y, evidentemente, sin la alimentación adecuada que requería su corta edad.

Gracias a sus continuas visitas, el P. Ángel pudo ver en qué situación vivían los presos y descubrió que allí había niños, como Limbeaze, que nunca habían salido al exterior. Cuando la vio sintió mucha pena y pidió al director de la cárcel que le dejara sacarla de allí para que pudiese al menos ir a la escuela. La madre  estaba de acuerdo, así que convencieron al director y tanto Limbeaze como Sambelahy, un niño de cuatro años, pudieron dejar aquel lugar y hospedarse en un centro llamado Avotra, un centro educativo que tienen las Hijas de la Caridad en la ciudad y en el que podrían ir a la escuela con los demás niños y tener una comida caliente y adecuada cada día.

Mientras el padre Ángel me contaba esta hermosa historia, me iba enseñando algunas fotos que tenía. Yo le pedí las dos de Limbeaze, porque esas dos fotos hablan por sí solas. La primera se la hizo justo el día que sacaron a Limbeaze de la cárcel para llevarla al centro educativo. La segunda, apenas mes y medio después.

Sobran los comentarios. Como me decía el P. Ángel, es toda una poesía que canta a la vida y que nos muestra cómo el rostro de un niño puede expresar con semejante fuerza tanto el miedo, la desconfianza o el dolor como la inmensa alegría de vivir.

Bien cierto es aquello de que el rostro es el espejo del alma...

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Mamá Jeanne

Me dolió en el alma recibir la noticia de su muerte. Habían pasado ya unos cuantos años desde que dejé el Chad; pero aún en la distancia la seguía recordando, especial-
mente cuando leía el famoso texto evangélico del óbolo de la viuda. Ya saben, aquella pobre mujer que echó en el cesto de las limosnas lo poco que tenía para vivir mientras los ricos dejaban lo que les sobraba, seguramente más por quitarse el estorbo del bolsillo que por solidaridad con sus semejantes.

No tenía lo que se dice un duro. Vivía en un chamizo  que le había construido su comunidad cristiana porque, por no tener, no tenía ni con qué alumbrar el fuego para cocer el arroz que le dábamos en la parroquia. Y, sin embargo, siempre tenía una moneda para echar en la cesta de la colecta de cada domingo.

Solía limpiar las hierbas del patio de la misión. Un día Tere, una de las Hermanas le dio un abrigo en uno de cuyos bolsillos metió unas monedas para pagarle su esmerado trabajo. Al llegar a casa y ver las monedas, pensó que la Hermana las había olvidado dentro, por lo que sin pensarlo dos veces, retornó sobre sus pasos para devolver lo que creía que no era suyo.

La cosa no quedó ahí. Cuando la Hermana Tere le dijo que era el pago por su trabajo, que era suyo porque se lo había ganado, se puso a dar saltos de alegría porque ya tenía para dar su cotización a la parroquia y para echar su moneda en la Misa del siguiente domingo.

Porque, eso sí, Mamá Jeanne no faltaba nunca a Misa, ni siquiera a la Misa diaria, la que celebrábamos a las cinco y media de la mañana -bonita hora de celebrar la Eucaristía, por cierto- para que la gente tuviese tiempo de ir a trabajar al campo. Siempre era la primera en llegar a la iglesia, apoyada en su bastón y enseñando lo que quedaba de su vieja dentadura con una abundante y espléndida sonrisa.

Recuerdo una mañana que llovía a cántaros. Ya me había hecho a la idea de que nadie vendría para la Misa. Y allí estaba ella, como si nada, calada hasta los huesos, muerta de frío, pero apoyando su dentada sonrisa en el bastón y esperando a que abriera la iglesia para poder entrar y refugiarse del diluvio que estaba cayendo. Creo que fue la Misa más hermosa que celebré durante los ocho años que pasé en Chad.

Cada vez que regresaba de visitar alguno de los 52 poblados de la parroquia allí estaba ella, esperándome para preguntarme cómo me había ido. No me cabe ninguna duda de que había rezado para que hiciese un buen viaje. De hecho, en los ocho años que estuve allí, nunca tuve ningún percance de consideración; y eso que viajes hice unos cuantos y las carreteras no son precisamente autopistas. Sin duda Dios escuchaba siempre sus oraciones.

Cuando me llegó la hora de dejar el Chad y volver a la madre patria, vino a despedirse. Puso su mano en mi hombro, sopló en mi oreja siguiendo la costumbre chadiana y me dijo simplente "Mbay au seí"  (que Dios te acompañe). Yo le respondí: "Mbay isi seí" (Que Dios permanezca contigo).
Dios permaneció con ella y ahora, sin duda, ella permanece con Dios para siempre.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Puro amor de madre

Durante una entrevista que me hicieron con motivo de los 50 años de nuestra revista Mundo Negro, me preguntaron qué opinaba de la mujer africana. Mi respuesta debió gustar al periodista, porque fue, a la postre, el título de su reportaje. Le dije, con toda la sencillez del mundo, que a pesar de ser sacerdote me considero un enamorado de la mujer africana. No pensaba yo que esa respuesta iba a causar tal impacto.

Lo cierto es que durante los ocho años que viví en África, concretamente en el Chad, he podido constatar la inmensa fuerza vital que alimenta el día a día de muchas mujeres; ya sean jóvenes, adultas o ancianas. Desde que se levantan hasta que se acuestan no paran de trabajar, de luchar incansablemente para dar de comer a sus hijos.

Trabajan el campo, van a por agua, llevan al mercado sus productos para ganar unas pocas monedas con las que vestir a sus retoños, llevarlos a la escuela o pagar los comprimidos de cloroquina; y todavía les queda tiempo para llevar algo de comida a los presos que están en el calabozo local, ir a visitar al familiar que está postrado en la cama del hospital o acercarse a la parroquia para echar una mano como catequistas, mujeres de la limpieza o cocineras cuando hay sesiones de formación. Y todo eso sin tener en cuenta que la mayoría de ellas caminan varias decenas de kilómetros diarios. Ellas sí que son merecedoras de la famosa "Compostela", reconocimiento que la catedral de Santiago otorga a los peregrinos que llegan caminando a la tumba del Apóstol.

Todo esto viene a colación porque a mi regreso de África, cuando el destino me puso al frente de la revista Mundo Negro, descubrí -con cierta sorpresa y enorme gozo por mi parte- que el sagrario de la capilla de los Misioneros Combonianos de Madrid tiene una hermosa talla cuya fotografía encabeza este blog. Sorpresa porque ya había vivido en esta misma casa durante cinco años -mientras estudiaba periodismo y hacía mis primeros pinitos en la revista- y nunca me había percatado de la enorme expresividad de ese sagrario. Gozo porque vi reflejado en esa imagen al Dios en el que siempre había creído pero que hasta entonces no había sabido cómo definir. Tuve que ir a África y regresar ocho años después para darme cuenta de que esa talla, que lleva ahí desde que se construyó la casa y ante la que rezaba todos los días, tiene una imagen que habla por sí sola.

Esa mujer, con el niño a la espalda y amasando el pan cotidiano, es la viva imagen del Dios que descubrí en Chad. Un Dios que carga a sus espaldas con cada uno de sus hijos; un Dios que trabaja incansablemente día y noche para alimentar a los que ama -es decir, a todos-; un Dios que no tiene reparos en recorrer kilómetros y kilómetros y que lo da todo por amor, por puro amor de madre.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Todo un futuro por delante

El pasado 27 de agosto entró en vigor la nueva Constitución de Kenia. El nuevo texto, que recibió el apoyo de una amplia mayoría de los kenianos, contempla profundas reformas. Más allá de las polémicas y los temores suscitados por algunos de sus artículos -especialmente los que se refieren a la propiedad de las tierras, las atribuciones del jefe del Estado, los tribunales musulmanes o el aborto-, esta nueva Carta Magna abre una nueva etapa en la vida política y social de un país que vivió no hace mucho una ola de violencia. El hecho de que el resultado haya sido aceptado por todos es una buena señal que abre las puertas para que el país pueda entrar pacíficamente en una nueva era.

No se puede decir lo mismo de Ruanda, donde Paul Kagamé acaba de ser reelegido con el 93 por ciento de los votos para un nuevo mandato de siete años. Si en Kenia se abre una nueva etapa, en Ruanda no queda más remedio que reconocer que durante los próximos años habrá más de lo mismo. O mucho cambian las cosas -difícil de creer después de ver cómo se han desarrollado las elecciones- o el país de las mil colinas vivirá los próximos siete años bajo la mano de hierro de un presidente que no permite la más mínima oposición, disensión o crítica.

Costa de Marfil, por su parte, acaba de celebrar los 50 años de su independencia con los ojos puestos en unas elecciones presidenciales aplazadas en numerosas ocasiones y anunciadas por el propio primer ministro Guillaume Soro para el próximo 31 de octubre. Los comicios, tantas veces anunciados y aplazados, deberían poner fin a un conflicto que lleva varios años dividiendo al país en dos. Si finalmente las elecciones tienen lugar -algo que muchos no ven todavía claro-, Costa de Marfil podría recuperar la paz social y la prosperidad económica de las que gozó antaño. Otros países, como Guinea o Burundi, viven también en la expectativa de una próximas elecciones que marcarán, sin duda, sus futuros respectivos.

Mientras tanto, Sudán vive en la incertidumbre de qué pasará el próximo mes de enero cuando se celebre el referéndum sobre la independencia o no de Sudán Meridional. En este caso, la perspectiva de futuro que se presenta para uno de los países más grandes de África es quizás la más incierta de todas.
Aunque sea en otro contexto, Sudáfrica inicia también una nueva etapa. Tras la clausura del Mundial de Fútbol llega el reto de rentabilizar el enorme esfuerzo económico realizado. Han sido muchos millones de dólares invertidos que ahora hay que amortizar. Por otra parte, terminada la fiesta multicultural que supuso este gran evento deportivo, Sudáfrica vuelve a la realidad cotidiana, una realidad marcada por la violencia y la xenofobia hacia los inmigrantes que llegan de los países vecinos.

En este inicio de un nuevo curso, la revista Mundo Negro -que también está viviendo una nueva etapa en su historia- quiere seguir mirando al futuro del continente con optimismo y esperanza. Sirva como muestra el reportaje sobre la misión de Tali, en Sudán Meridional, que ha reabierto sus puertas 50 años después con una ceremonia de reconciliación (ver MN nº 554, página 26). Allí estuvieron dos redactores de Mundo Negro el pasado mes de julio y fueron testigos de que por muchas dificultades que haya habido, siempre se puede volver a empezar, porque hay todo un futuro por delante.