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lunes, 25 de octubre de 2010

Una sinfonía a orillas del Zambeze

Quienes han vivido en África dicen que allí el sol no se pone, se cae. Debido a la latitud a la que se encuentra buena parte del continente, la caída del sol sobre el horizonte es tan rápida que casi se puede percibir su movimiento. En apenas unos minutos se pasa de la luz del atardecer a la negritud de la noche, mientras el cielo extiende con la misma rapidez su maravillosa alfombra estrellada sobre una bóveda que no parece tener fin.

En el río Zambeze, sin embargo, el sol ni se pone ni se cae; se recuesta suave y tiernamente sobre su margen derecho, al tiempo que su rostro se va maquillando progresivamente con todos los tonos imaginables, para pasar del amarillo brillante al púrpura más pálido.

Con un ritmo lento, suave, acompasado, se va deslizando por el horizonte al compás de una banda sonora que ningún músico será nunca capaz de componer: una hermosa y relajante nana entonada por la voz hipnotizadora del silencio vespertino del río.

Contemplar la majestuosidad del Zambeze, con sus impresionantes cascadas y sus pacíficos remansos, o poder acompañar al sol en su camino descendente hasta verlo adormecerse suavemente tras el margen occidental del río, es un regalo que no tiene precio, un privilegio para cualquier mortal y que aún conservo en la memoria como si hubiese sido ayer mismo.

Los pocos hipopótamos o cocodrilos que se dejan ver en el río, testigos cotidianos e indiferentes del espectáculo natural, enriquecen y dan un tono exótico al decorado de esta singular obra cuyo guión ha sido escrito y diseñado línea a línea por el Creador. Semejante belleza sólo puede ser obra de un auténtico Artesano que ha pensado hasta el más mínimo detalle y que, con la batuta de un gran maestro de ceremonias, dirige y da entrada a cada actor justo en el momento preciso.

Y como epílogo... el silencio. Un silencio solemne y sagrado apenas perturbado por el canto de algún pájaro rezagado en busca de cobijo para pasar la noche. Una sensación de paz y de sosiego capaz de esponjar el corazón más tenso lo inunda todo, mientras yo me siento como un niño que, al son de una canción de cuna, se acurruca en los brazos de su madre, dejándome llevar adormecido, confiado, sosegado.

Ese mismo sol que cada tarde se acuesta sobre el Zambeze, se levanta con la misma celeridad a la mañana siguiente para interpretar un nuevo compás de esta maravillosa sinfonía. El escenario cambia. Me encuentro unos kilómetros río arriba, justo ante las Cataratas Victoria, así llamadas en memoria de la que fue reina del Imperio Británico. Ya desde la carretera se oye el ruido de las cascadas, un murmullo tentador, antesala de lo que será un nuevo espectáculo.

Tomo el sendero que conduce a las cataratas y me dejo guiar por el sonido del agua, un murmullo que va subiendo en volumen e intensidad a medida que me acerco al primer mirador. Ante mi, una nueva obra de arte diseñada por el mismo Artesano que concibió la puesta de sol del día anterior: un acantilado de más de 100 metros de altura por el que toneladas de agua se precipitan constantemente al vacío dando lugar a una inmensa cortina de agua y vapor. Mientras, el silencio del anochecer da paso a un trueno ensordecedor.

Los actores son los mismos, pero cada uno interpreta ahora una partitura diferente. La quietud del agua de la tarde anterior da paso a un "crescendo" majestuoso que, a medida que me acerco a la catarata, se va transformando en un impresionante redoble de tambores acuáticos producidos por el pertinaz golpear del agua sobre el basalto. Pulverizada tras semejante choque, esa misma agua sube como una columna de humo, llegando a alcanzar los 800 metros de altura.

Aquel remanso inofensivo que me adormecía la tarde anterior se transforma ahora en una bulliciosa corriente cuya fuerza impresiona al más valiente y se hace oír a kilómetros de distancia. Con razón los locales la llaman "Mosi-oa-Tunya", el humo que truena. El mismo río que la tarde anterior transmitía sosiego y paz, se convierte de pronto en incansable fuente de energía vital que inunda el ambiente y penetra las entrañas del que se acerca a escucharlo y contemplarlo.

Por su parte, la luz tenue y rosada del sol que se reflejaba anoche en las calmadas aguas del río, se transforma por la mañana en deslumbrante claridad que lo inunda absolutamente todo. La inmensa nube de agua vaporizada que remonta desde lo más profundo del acantilado se deja atravesar por los primeros rayos de sol dando lugar a una singular danza de arcoiris, invitado de lujo a la ceremonia y que compite en belleza y originalidad con los reflejos del atardecer sobre la superficie del río. Aire, agua y sol se unen en armonía perfecta para interpretar esta verdadera sinfonía de la creación.

domingo, 17 de octubre de 2010

Los mudos hablan... y también cantan

No sé por qué avatares de la vida ni de la misión me pasó, pero en una ocasión me encontré inmerso en un asunto que nuca me había imaginado. Un buen día descubrí que en un rincón perdido de nuestra parroquia, un joven protestante había reunido entorno a si un grupo de niños y adolescentes que, como él, eran sordomudos. Se reunían todos los días en un viejo chamizo semiderruido y allí, entre cuatro paredes en ruinas y con una tabla pintada de negro a modo de pizarra, intentaba alfabetizarlos y enseñarles el lenguaje de signos que usan los sordos.

El joven en cuestión se me acercó y, balbuceando unas palabras, me hizo entender que necesitaban ayuda. Pronto entablamos un diálogo a base de notas escritas en un pedazo de papel, ya que ni él me oía a mi ni yo comprendía los balbuceos que salían de su boca. Difícil para entenderse. Sin embargo, con una buena dosis de paciencia, mucho papel y un buen bolígrafo pudimos "charlar" un buen rato.

A la semana siguiente me acerqué al lugar en el que se reunían y pude ver que el entusiasmo y las ganas de aprender eran mucho más fuertes que la falta de medios y la vetustez del lugar. Más me sorprendí aún cuando me pidieron que el domingo les acompañara en la oración. Al ser protestantes, católicos y de la religión tradicional no me pidieron que les celebrase la Misa, pero sí que estuviera con ellos durante su particular oración dominical. Acepté la invitación, más por la curiosidad de ver cómo reza un grupo de sordomudos que por lo poco que podría hacer con ellos.

Me quedé sorprendido cuando el animador tomó la Biblia y en su lenguaje de signos les fue leyendo e interprentando un pasaje del Evangelio. Al terminar la lectura se abrió todo un intercambio de gestos y balbuceos del que no entendía nada, pero que tenía el aire de estar bien animado. Pero lo mejor vino cuando un grupito de ellos se levantó, se puso ante la particular asamblea que allí estaba reunida y empezó a entonar un canto. Si, un canto. Jamás pude imaginar que los sordomudos también pudiesen cantar.

Los miembros de la coral empezaron a mover los cuerpos de manera rítmica, con una sincronización casi perfecta. Daban palmadas, hacían gestos y emitían unos gorgoritos que todo el mundo -salvo yo- comprendía a la perfección. Palmas, danzas, murmullos... todo seguía una coreografía que se veía a las leguas que había sido ensayada y preparada minuciosamente. En mis muchos años de cura y de misionero he visto y oído rezar en infinidad de lenguas, pero nunca había asistido al precioso espectáculo de ver rezar y hasta cantar en lenguaje de sordos.

Al terminar la oración y siguiendo la costumbre chadiana -y africana-, me invitaron a comer. Unos cuantos cacahuetes y un par de mangos, todo lo que tenían, pero que lo compartieron con gusto y generosidad. Después de la comida vino el momento de "hablar" de cosas serias. Esta vez había ido preparado y me llevé un buen cuaderno, amplio y con muchas hojas, para que el "diálogo" fuera fluido y sin prisas. Necesitaban libros, cuadernos, una nueva pizarra, tizas y, sobre todo, poner techo a su particular sala de clases.

No fue difícil encontrar lo primero. Lo del techo  ya fue más complicado. No sé si por suerte o por desgracia, los grandes empresarios de la ESSO, la compañía que explota el petroleo en Chad, se enteraron de la existencia del grupo y se comprometieron a reconstruir la sala y poner en condiciones otras tres más. Cumplieron su promesa, aunque le dieron toda la pompa y la propaganda posible para demostrar que las grandes petroleras también están por el desarrollo de la población local.

Con todo, me quedo con el entusiasmo de ese pequeño grupo, apenas una veintena de niños y adolescentes de diversos grupos étnicos y de diversas religiones, cuyas ganas de aprender y de derribar el muro que para ellos supone ser sordomudos en un país en el que su situación es sinónimo de abandono total por parte de las autoridades y hasta de sus propias familias. Me quedo con su tenacidad y, sobre todo, con su espíritu de superación. Sí, los mudos también pueden cantar, los sordos oir y los cojos bailar ¿Dónde había leído yo eso antes?

lunes, 11 de octubre de 2010

¡Quien fuera niño!

Esta fotografía fue tomada en 2005 en un campo de refugiados, cuando la región sudanesa de Darfur vivía uno de sus momentos más difíciles a causa de una guerra escondida, cruenta, alimentada por los que codician la riqueza que se esconde bajo las piedras y la arena del desierto.

Me quedo con el enorme contraste entre la sonrisa del niño y la mirada perdida de su madre, expresión de la impotencia, de la incertidumbre ante un futuro al que no se le ve salida por ningún lado; peor aun, un futuro que se cierne como una amenaza sobre el pequeño que tiene en sus brazos. ¿Qué va a ser de él?

Y mientras la madre se interroga sobre el devenir de su retoño, el pequeño parece tener la mirada en otra parte, ajeno a las preocupaciones de los mayores, él simplemente mira y sonríe. Seguramente su inocencia lo mantiene aún apartado de toda la tragedia que se está viviendo en su entorno. Sin duda que algo atrae su atención y le hace gracia, como a todo niño que se ríe con cualquier carantoña. Y es que los niños son siempre niños. ¡Quien pudiera ser como ellos!

Esos hoyuelos en las mejillas, ese aspecto rollizo y sano, como que no concuerdan con el guión. Dado el lugar y la situación en la que vive, debería ser un niño famélico, casi en los huesos, llorando y, a ser posible, con unas cuantas moscas alrededor de ojos y labios.  Pues va a ser que no. A este crío ni los tiros ni la pobreza ni tan siquiera la desesperación de su madre le quitan la sonrisa. Algo le hace gracia y eso le basta. Lo demás parece no tener importancia. Es, lo que los mayores solemos llamar poéticamente, "disfrutar del momento".

Sudán está viviendo un momento muy delicado, quizás el más delicado de toda su historia después de su independencia. El referéndum que decidirá la autodeterminación de Sudán Meridional está a la vuelta de la esquina y los primeros problemas serios han empezado a aparecer. El temor a que vuelvan a sonar las armas tiene cada vez más argumentos para oscurecer el hermoso amanecer que surgió con los acuerdos de paz que pusieron fin a una de las guerras más crueles de África.

¿Futuro incierto? Puede ser. En cualquier caso, me resisto a dejar que las nubes de tormenta apaguen la esperanza. Este niño y todos los niños de Sudán (los que sonríen y también los que lloran) tendrán un día en sus manos la posibilidad de hacer de su país una tierra de paz, de libertad y de prosperidad. Ojalá que cuando llegue el momento sean capaces de permanecer ajenos al odio del pasado y miren sonrientes al futuro de su país. En sus manos está.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Ver, hablar y actuar

El mensaje del Papa para el Domingo Mundial de las Misiones, que se celebra el 24 de octubre, lleva por título “La construcción de la comunión eclesial es la clave de la misión”. Los cristianos, afirma el Papa, deben “aprender a ofrecer signos de esperanza y a ser hermanos universales, cultivando los grandes ideales que transforman la historia y, sin falsas ilusiones o miedos inútiles, comprometerse a hacer del planeta la casa de todos los pueblos”.

El mandato misionero de Cristo, “id por el mundo y anunciad el Evangelio”, va mucho más allá de la simple proclamación de una doctrina o de un mensaje. En una sociedad que cada vez favorece más el individualismo, todos estamos llamados a aunar esfuerzos de manera colectiva para hacer un mundo mejor. Ese mandato no es solamente un estímulo a nivel individual, sino que concierne a todas las comunidades.

Todos y cada uno de nosotros tenemos una grave responsabilidad, como individuos y como colectividad. Los diversos organismos que existen en la actualidad, ya sean de carácter civil, político o eclesial, deben buscar la interacción más allá de sus propias fronteras si quieren ser realmente eficaces. Sin ir más lejos, acabamos de asistir a una nueva cumbre sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio, celebrada en Nueva York del 20 al 22 de septiembre pasado. Esos Objetivos sólo se alcanzarán si los intereses particulares, especialmente los de los países más ricos, dejan de ser el obstáculo fundamental para llegar a los acuerdos necesarios que beneficien a todas las partes. Hablamos mucho de los países pobres pero, ¿dialogamos realmente de tú a tú con ellos? Manos Unidas, flamante Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, es un ejemplo fehaciente de que es posible hacerlo.

La Iglesia española ha escogido como lema para el Domund de este año “Queremos ver a Jesús”, en alusión a la petición que unos griegos hacen al apóstol Felipe. A los hombres y mujeres de nuestro tiempo no les basta con que se les “hable” de Jesús, sino que quieren “ver” signos de vida y de esperanza que demuestren que ese mundo solidario y fraterno al que tanto aludimos en nuestros discursos es posible.

De poco sirven las cumbres y los congresos internacionales -por muy buenas que sean sus intenciones- si las palabras que se dicen en ellos no se transforman luego en acciones palpables que se puedan ver concretizadas en la realidad. A pesar de toda su influencia y su poder para cambiar las cosas, los grandes de este mundo han hecho bien poco durante los últimos 10 años. En ese tiempo, los miles de misioneros repartidos por todo el mundo han hecho crecer la vida y la esperanza en la pequeña parcela en la que trabajan. Si por nuestra vocación cristiana estamos llamados a hablar de Jesús y de su amor por toda la humanidad, más llamados estamos aún a mostrarlo con hechos concretos.

El Papa también nos recuerda, citando el Concilio Vaticano II, que los que creen realmente en la caridad divina tienen la certeza de que “no es inútil el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal”. Los que más convencidos están de ello son los misioneros, y no por simple convicción personal o profesión de fe, sino porque que en los avatares y dificultades de cada día, ven a Jesús y son testigos directos de su amor a toda la humanidad.