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jueves, 30 de septiembre de 2010

Mujeres de armas tomar

Todos los años, cuando llega la Navidad, las mujeres de la parroquia Daniel Comboni de Doba, en el Chad, tienen la costumbre de preparar un poco de comida y llevarla a la cárcel para que, al menos ese día, los prisioneros puedan comer algo caliente y encontrar un poco de humanidad. Si hay algo duro en África es la prisión. Ir a parar al fango de una cárcel es una experiencia de lo más inhumano y degradante.

Suelen ir solas, pero aquella vez me pidieron que las acompañara. La comida que habían preparado era mucha y la camioneta de la parroquia podría ayudar para el transporte. Además, entre los presos había algunos recién bautizados y las mujeres me pidieron que los fuese a visitar para rezar con ellos. Acepté con gusto. En parte por la curiosidad de ver una cárcel chadiana por dentro y en parte por la posibilidad que tenía de acompañar, al menos por un rato, a los que había bautizado hacía pocos meses.

A la hora acordada, las mujeres se presentaron en la parroquia con dos enormes cacerolas en las que habían preparado la boullie, un potaje a base de mijo cocido con azúcar, muy nutritivo y de gusto muy agradable. Cargaron todo en la camioneta y luego subieron ellas. A pesar de que la vieja Toyota pick-up estaba acostumbrada a las sobrecargas, le costó iniciar la marcha. Durante el corto trayecto que separa la misión del calabozo municipal las mujeres no pararon de cantar, mientras los viandantes se quedaban mirando el espectáculo de ver una camioneta abarrotada de mujeres entonando a pleno pulmón canciones de Navidad.

Cuando llegamos ante la entrada de la prisión, el policía que hacía la guardia se asustó y levantó alarmado su kalachnikoff. Al ver que eran mujeres se tranquilizó y bajó el arma. Cuando me vio bajar de la cabina del conductor, se acercó y me preguntó qué significaba todo aquello. Le expliqué el motivo de nuestra visita y el deseo de las mujeres de visitar a los presos para que pudieran celebrar, aunque sólo fuera con un poco de boullie, el día de Navidad. “No están permitidas las visitas” me dijo en tono seco. “Es Navidad -respondió una de las mujeres-. Sólo queremos dar un poco de boullie a los presos y rezar con ellos”.

El guardia, entre sorprendido y receloso, miró a las mujeres una a una, luego me miró a mi y dijo: “De acuerdo, pero antes de entrar tengo que cachearos para estar seguro que no traéis armas”. Viendo cómo las miraba, me di cuenta de lo que realmente quería, por lo que intenté oponerme a ello alegando que eran mujeres, que se merecían un respeto y que por supuesto no llevaban armas. “Si no os cacheo, no podéis entrar, es una cuestión de seguridad”, dijo firme y mostrando de nuevo su kalachnikov.

Sin mediar palabra, Alice, la más lanzada de todas, se puso frente a él con las manos en alto, en actitud sumisa y desafiante a la vez. Se lo quise impedir, pero con un gesto me hizo entender que no le importaba, que valía la pena pasar el trago con tal de poder cumplir el objetivo que las había llevado hasta allí. Una tras otra, todas las mujeres fueron pasando por las manos de aquel hombre, que no dejó un sólo centímetro sin verificar, tomándose todo el tiempo del mundo y pasando varias veces por las zonas en las que él decía que podían esconder algo. Con la cabeza bien alta, la mirada al frente y el gesto sereno, pasaron el trámite con una dignidad ante la que me sigo quitando el sombrero.

Cuando el guardia sació su machista curiosidad, me tocó el turno a mi. Me acerqué para que me cacheara también, pero con un gesto de indiferencia me hizo ver que yo no le interesaba. “Podéis pasar, pero no tardéis mucho, no quiero que haya jaleo ahí dentro”, dijo abriendo la puerta.

Entramos, las mujeres repartieron la comida y luego hablaron a los presos y rezaron con ellos. Al final me pidieron que les diera la bendición. Terminada la visita, salimos de la prisión y las mujeres aún tuvieron la delicadeza de saludar al guardia -que, por cierto, también tuvo su ración de boullie- con un “feliz Navidad”.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Ser madre en Europa

Hace poco salió publicado en la prensa el caso de una diputada europea que acudió al parlamento con su bebé en los brazos. Según leía en la información, lo hizo para llamar la atención sobre la dificultad que tienen las mujeres para compaginar el horario laboral con el familiar. (ver http://www.elmundo.es/elmundo/2010/09/22/union_europea/1285158341.html)

El hecho fue comentado en las redes sociales; al menos en la que yo me he apuntado hace poco -siempre era reacio a ellas y al final caí-. La discusión a la que asistí tenía argumentos de todo tipo; hasta hubo quien comentó socarronamente en la página web del diario que "sólo le faltó darle el pecho en público".
Ese mismo día leía en un diario deportivo que el entrenador de un importante equipo de fútbol de España había rechazado una petición de los jugadores para empezar los entrenamientos media hora más tarde para poder, así, llevar a sus hijos al colegio.

No me quiero meter donde no me llaman, ya que ni estoy casado, ni tengo hijos, ni soy empresario, ni regulo ningún horario ni ley laboral. Sin embargo, el tema no me es indiferente.

En África he visto muchas cosas; pero la que más me maravilló siempre fue la manera que tienen las mujeres de solucionar los problemas cotidianos; y allí una de las cosas más cotidianas son los hijos, su educación, su subsistencia y la preocupación por que no les falte de nada. He visto mujeres ir a trabajar al campo a las pocas horas de haber dado a luz, con el retoño acurrucado en su espalda sujeto delicadamente por un paño. He visto pequeñajos que apenas levantan un palmo del suelo cuidar de sus hermanos pequeños o ir a buscar agua a no pocos kilómetros de sus casas. Con apenas seis o siete años se recorren enormes distancias (a pie, por supuesto), para ir a la escuela -los que tienen el privilegio de ir a ella, claro-.

Recuerdo cuando era niño, que iba solo al colegio, me pasaba el día en la calle y sólo entraba en casa para el pedazo de chocolate y el bollo de la merienda. Es cierto, mi madre no trabajaba, eran otros tiempos, no había tantos coches ni tanto tráfico ni tanta inseguridad como hoy, todo era distinto. Reconozco también que no se pueden comparar ni las épocas ni los lugares. Europa es lo que es y África es África. Sin embargo, en todo este asunto me queda como un amargo sabor en la boca. ¿Tanto da que hablar que una mujer lleve a su bebé en su regazo cuando va a trabajar? ¿Tanto escandalizaría que le diese de mamar en plena sesión del parlamento? Algo de nuestra humanidad está fallando entonces. Si yo les contara.... Hasta en la Misa las mujeres no tenían reparo en amamantar a sus bebés. Una Misa en África puede durar horas, y para un recién nacido no hay "horarios" de comidas como a los que tan acostumbrados estamos en Europa.

No se trata de decir quién tiene razón ni si la diputada hizo bien o hizo mal. Tampoco se trata aquí de dar soluciones fáciles a un tema tan delicado en nuestra sociedad como la compaginación del tiempo laboral y el familiar. Sin embargo, nadie me negará que lo de ser madre hoy es duro, difícil y complicado y nuestro mundo mercantilista, materialista y eficaz no facilita las cosas; al igual que ser padre, pero eso es tema que dará para otro comentario......

sábado, 18 de septiembre de 2010

El molino de Békondjo

Cuando aquella mañana me dijeron que habían detenido al coordinador rural de Bekondjo -uno de los 54 poblados que componían mi parroquia-, apenas lo pude creer. Era un hombre muy honesto, íntegro, comprometido con la causa del poblado y el principal impulsor de un hernoso proyecto: tener un molino en el pueblo para poder moler el mijo sin tener que acudir a los molinos de los árabes, cuyos precios abusivos suponían una carga extra para las mujeres obligándolas a hacer verdaderos malabarismos económicos para alimentar a los suyos. Al bueno del hombre lo habían acusado de haber robado el dinero de la caja comunitaria en la que se guardaban los ahorros de los campesinos para comprar, algún día, el ansiado molino.

No me lo podía creer. ¿Cómo podían acusarlo de robar la caja si el dinero se guardaba siempre en la parroquia y sólo la Hermana responsable de las actividades de desarrollo de la parroquia tenía acceso a él? Algo me olía mal, asíque allá me fui, con la Hermana y varios miembros de la cooperativa, a ver al comisario. El panorama que me encontré en el puesto de la Gendarmería era digno de una foto. Varias decenas de personas esperaban en la puerta, sentadas en el suelo, con varios policías ante ellos pidiéndoles inútilmente que se marcharan. Su coordinador era inocente y no se irían de allí sin él, por mucho que les amenazara la policía.

Poco a poco me fui enterando de la movida. El denunciante, uno de los jerifaltes del poblado, quería confiscar los ladrillos que la gente había hecho para construir la caseta del futuro molino. Eran buenos, de calidad, y al tipo aquel le parecieron los más idóneos para construir un par de habitaciones más en su casa. Evidentemente el coordinador se opuso, por lo que recibió en castigo por su "falta de respeto a la autoridad" la acusación de querer quedarse él con todo.

Di media vuelta, fui al despacho de la parroquia y cogí todos los recibos de la entrega del dinero que la cooperativa había depositado en la parroquia, convencido de que eran una prueba irrefutable de su inocencia. Con el fajo de papeles en el bolsillo me presenté ante el comisario diciéndole que debía tratarse de un error, porque ese hombre había depositado el dinero en mis manos y era yo quien lo tenía guardado. Como prueba le mostré los recibos firmados por mí. El comisario me miró con desprecio y me preguntó amenazante si lo estaba acusando de detención ilegal. Me dejó desarmado. Nuevamente le mostré los papeles y le dije que yo no acusaba a nadie, simplemente le estaba demostrando que aquél hombre que había detenido era inocente.

Me sentí tentado a regresar a la misión a buscar el dinero para mostrárselo, pero me lo pensé mejor, no fuera que ante un buen fajo de billetes el comisario perdiera la cabeza y fuese más lejos. Intenté convencerle por todos los medios, pero no había nada que hacer. Ante la amenaza de ser detenido yo también por calumnias contra las fuerzas de seguridad, no me quedó más remedio que abandonar.

Pocos días después se celebró una especie de juicio en el que se retiró la acusación de robo (al menos de algo habían servido mis pruebas), pero al bueno del coordinador se le impuso una suculenta multa para que pudiese recuperar su libertad. La propia gente se encargó de recaudar lo necesario y al final nuestro amigo fue liberado. Así es como funciona la justicia en el Chad.

Poco tiempo después, vino a mi casa acompañado de varios miembros de la cooperativa. Me dijeron que el momento había llegado y que querían comprar el molino, porque se acercaba la cosecha y no querían estar un año más dependiendo de los árabes. Además, visto lo sucedido, tanto el dinero ahorrado como los ladrillos eran objeto de la codicia de no pocas personas "importantes" y no querían tener más problemas. El precio total rondaba los cuatro millones de Francos CFA (alrededor de un millón de pesetas de aquel entonces). Pero había un problema: les faltaba un millón para completar el precio. Me lo pidieron con el compromiso de devolvérmelo con los beneficios que el molino les reportaría.

¿De dónde podía yo a sacar un millón de Francos (250.000 de las antiguas pesetas)?  Hablé con mis compañeros y decidimos pedirlo a amigos y conocidos de España. Por suerte sigue habiendo mucha gente generosa y solidaria y, al cabo de un par de meses, conseguimos el dinero que faltaba. Por fin, el sueño del molino se pudo hacer realidad.

La historia no acaba ahí. Los beneficios del molino no sólo sirvieron para devolver el "préstamo", sino que se utilizan desde entonces para pagar la escolaridad de todos los niños del pueblo, para mantener el propio molino o para la hospitalización de los que tienen la desgracia -que son muchos- de sufrir alguna grave enfermedad.

Por cierto, el dinero devuelto del crédito (traducido a hoy serían unos 1.500 euros) sirvió después para financiar otros proyectos, también con la condición de que sería rembolsado para poder seguir siendo utilizado. Si hay alguien que todavía no sabe lo que son los microcréditos, la banca ética y todas esas cosas, que se dé una vuelta por Bekondjo. Es un molino precioso.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Tenía que ser un granero

Recién estrenada mi nueva casa en el llamado "quartier des forgerons" (el barrio de los herreros), en la ciudad de Doba, en el sur del Chad, me puse manos a la obra para acondicionarla como novio recién casado buscando su ajuar.

Encontrar en una pequeña ciudad del Chad los enseres necesarios para una casa digamos "normal", tal y como la concebimos en Europa, no es sencillo. Necesité más de una semana rebuscando en los mercadillos locales para poder hacerme apenas con media docena de cubiertos (cucharas, cuchillos, tenedores, platos, tazas...) sin los cuales parece que los blancos no sabemos vivir.

Lo de las sábanas, toallas y demás piezas de lencería fue aun más complicado. No sólo me costó dar con ellas, sino que me hicieron falta grandes dosis de paciencia y buen hacer con un comerciante árabe para comprarlas a un precio razonable. Vivir como un blanco en una pequeña ciudad del corazón de África, aparte de complicado, suele ser bastante caro.

Pero el mayor problema vino cuando terminamos de construir la pequeña capilla de la comunidad. Si encontrar cubiertos culinarios fue complicado y vestir las camas casi imposible, no quería ni imaginar lo difícil que me iba a resultar encontrar un sagrario para el oratorio. Hacerlo llegar de Europa estaba descartado -además de por una cuestión de estética, por la dificultad pecuniaria y de transporte-. Quería tener algo "del lugar", algo que se conjuntase con el entorno, con la cultura en medio de la cual iba a vivir los próximos años y que se adaptase dignamente a la finalidad a la que iba a ser destinado.

Decidí no complicarme la vida y opté por lo más sencillo: acudir a algún artista local para que me tallase una pequeña cabaña africana, habilitada con una pequeña puerta y su correspondiente llave. No sería nada original, pero quedaría bien y, sobre todo, sería un sagrario "inculturado".
Aconsejado por mis compañeros de una misión vecina, ya con años y experiencia en esas lides, acudí a un artesano que ellos me recomendaron. Según me dijeron, era muy bueno en el arte de tallar la madera y ya había hecho varios sagrarios para otras misiones y capillas. Como el precio no era demasiado excesivo, se lo encargué.

Al cabo de un par de meses me acerqué a su taller para ver cómo iba mi cabaña. La talla estaba casi terminada, pero había algo que no me cuadraba. Más que una cabaña,  aquello se asemejaba más bien a un granero local, una especie de canasta sostenida por cuatro palos que la aíslan del suelo.

¿Qué es esto? le pregunté, aunque ya intuía la respuesta.
-Un granero, ¿no lo ves? Me contestó casi molesto por mi ignorancia.
-Pero yo te había encargado una cabaña, una de esas que usamos en la misión para hacer de sagrario.
-Ya lo sé. Pero en el pedazo de madera que utilicé estaba este granero, me respondió con toda la naturalidad del mundo.

En la concepción africana del arte, la materia prima que se utiliza para hacer una talla contiene ya en su interior la pieza a tallar. La labor del artista consiste en saber descubrir esa figura escondida y sacarla a la luz. Un escultor africano nunca talla lo que quiere, sino lo que su trozo de madera le sugiere.

Yo sabía que por mucho que discutiera con aquel hombre, no iba a convencerle de lo contrario. Aquel trozo de madera contenía en su interior un granero. Y a fe que el buen tipo se esmeró en sacar a la luz toda su belleza y expresividad. Era un granero precioso... pero no era la cabaña que yo quería (mentalidad europea la mía, pensé después).

-Yo no frecuento demasiado vuestra Iglesia, empezó a explicarme el padre de aquella maravilla, pero creo entender que lo que guardáis ahí dentro es una especie de pan que coméis durante la Misa y que consideráis como vuestro alimento sagrado. Aquí, en Chad, nunca guardamos el mijo -alimento básico y pan cotidiano de los chadianos- en el interior de la cabaña. Lo almacenamos siempre en el granero, porque ése es su lugar y porque está mejor resguardado. Si lo que realmente quieres guardar aquí es tu Pan Sagrado, lo más lógico es que sea un granero y no una cabaña.

¡Toma lección de catequesis! me dije para mis adentros. Aquel buen hombre que no frecuentaba demasiado la Iglesia me había dado una hermosa lección de teología y de inculturación como nunca la había recibido en mis años de formación. Le pagué con gusto y me llevé mi granero, convencido de haber encontrado el lugar ideal para guardar "mi pan", el Pan que alimentaría mi espíritu y me daría fuerzas para el trabajo que me esperaba en medio de un pueblo pobre en lo material, pero enormemente rico en sabiduría y bondad.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Las dos caras de Limbeaze

Durante uno de los muchos viajes que tuve la oportunidad de hacer al continente africano, me crucé con el P. Ángel Santamaría, un misionero de San Vicente de Paúl, de esos que te dejan huella en cuanto cruzas dos palabras con él. A decir verdad, no fue exactamente en el continente, sino en la isla de Madagascar, en un lugar paradisíaco llamado Tolagnaro.

Una de las muchas actividades que realizaba allí el bueno de Ángel -hace tiempo que le perdí la pista y no sé si continúa por aquellas tierras- era visitar la cárcel, donde se había hecho muy popular y querido entre los presos y sus carceleros.

Y, cómo no, me invitó un día a acompañarle para que viera en qué condiciones viven allí los que, según el tribunal de turno, tienen una cuenta pendiente con la justicia, hayan o no cometido un delito. Y digo esto porque esta historia tiene que ver con una pobre mujer a la que encarcelaron por un delito que no había cometido. Bueno, más que con una mujer, con su hija.

Limbeaze -así se llama la niña-  tenía apenas dos meses de edad cuando a su madre la acusaron falsamente de asesinato y la metieron en la cárcel. Como la pobre mujer no tenía con quien dejarla, no le quedó más remedio que llevársela consigo. Eso había pasado tres años antes de que Ángel me contara la historia. Limbeaze había pasado los tres primeros años de su vida en el patio de una prisión, sin saber lo que es el mundo exterior, sin ver a otros niños, sin poder ir a la escuela y, evidentemente, sin la alimentación adecuada que requería su corta edad.

Gracias a sus continuas visitas, el P. Ángel pudo ver en qué situación vivían los presos y descubrió que allí había niños, como Limbeaze, que nunca habían salido al exterior. Cuando la vio sintió mucha pena y pidió al director de la cárcel que le dejara sacarla de allí para que pudiese al menos ir a la escuela. La madre  estaba de acuerdo, así que convencieron al director y tanto Limbeaze como Sambelahy, un niño de cuatro años, pudieron dejar aquel lugar y hospedarse en un centro llamado Avotra, un centro educativo que tienen las Hijas de la Caridad en la ciudad y en el que podrían ir a la escuela con los demás niños y tener una comida caliente y adecuada cada día.

Mientras el padre Ángel me contaba esta hermosa historia, me iba enseñando algunas fotos que tenía. Yo le pedí las dos de Limbeaze, porque esas dos fotos hablan por sí solas. La primera se la hizo justo el día que sacaron a Limbeaze de la cárcel para llevarla al centro educativo. La segunda, apenas mes y medio después.

Sobran los comentarios. Como me decía el P. Ángel, es toda una poesía que canta a la vida y que nos muestra cómo el rostro de un niño puede expresar con semejante fuerza tanto el miedo, la desconfianza o el dolor como la inmensa alegría de vivir.

Bien cierto es aquello de que el rostro es el espejo del alma...

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Mamá Jeanne

Me dolió en el alma recibir la noticia de su muerte. Habían pasado ya unos cuantos años desde que dejé el Chad; pero aún en la distancia la seguía recordando, especial-
mente cuando leía el famoso texto evangélico del óbolo de la viuda. Ya saben, aquella pobre mujer que echó en el cesto de las limosnas lo poco que tenía para vivir mientras los ricos dejaban lo que les sobraba, seguramente más por quitarse el estorbo del bolsillo que por solidaridad con sus semejantes.

No tenía lo que se dice un duro. Vivía en un chamizo  que le había construido su comunidad cristiana porque, por no tener, no tenía ni con qué alumbrar el fuego para cocer el arroz que le dábamos en la parroquia. Y, sin embargo, siempre tenía una moneda para echar en la cesta de la colecta de cada domingo.

Solía limpiar las hierbas del patio de la misión. Un día Tere, una de las Hermanas le dio un abrigo en uno de cuyos bolsillos metió unas monedas para pagarle su esmerado trabajo. Al llegar a casa y ver las monedas, pensó que la Hermana las había olvidado dentro, por lo que sin pensarlo dos veces, retornó sobre sus pasos para devolver lo que creía que no era suyo.

La cosa no quedó ahí. Cuando la Hermana Tere le dijo que era el pago por su trabajo, que era suyo porque se lo había ganado, se puso a dar saltos de alegría porque ya tenía para dar su cotización a la parroquia y para echar su moneda en la Misa del siguiente domingo.

Porque, eso sí, Mamá Jeanne no faltaba nunca a Misa, ni siquiera a la Misa diaria, la que celebrábamos a las cinco y media de la mañana -bonita hora de celebrar la Eucaristía, por cierto- para que la gente tuviese tiempo de ir a trabajar al campo. Siempre era la primera en llegar a la iglesia, apoyada en su bastón y enseñando lo que quedaba de su vieja dentadura con una abundante y espléndida sonrisa.

Recuerdo una mañana que llovía a cántaros. Ya me había hecho a la idea de que nadie vendría para la Misa. Y allí estaba ella, como si nada, calada hasta los huesos, muerta de frío, pero apoyando su dentada sonrisa en el bastón y esperando a que abriera la iglesia para poder entrar y refugiarse del diluvio que estaba cayendo. Creo que fue la Misa más hermosa que celebré durante los ocho años que pasé en Chad.

Cada vez que regresaba de visitar alguno de los 52 poblados de la parroquia allí estaba ella, esperándome para preguntarme cómo me había ido. No me cabe ninguna duda de que había rezado para que hiciese un buen viaje. De hecho, en los ocho años que estuve allí, nunca tuve ningún percance de consideración; y eso que viajes hice unos cuantos y las carreteras no son precisamente autopistas. Sin duda Dios escuchaba siempre sus oraciones.

Cuando me llegó la hora de dejar el Chad y volver a la madre patria, vino a despedirse. Puso su mano en mi hombro, sopló en mi oreja siguiendo la costumbre chadiana y me dijo simplente "Mbay au seí"  (que Dios te acompañe). Yo le respondí: "Mbay isi seí" (Que Dios permanezca contigo).
Dios permaneció con ella y ahora, sin duda, ella permanece con Dios para siempre.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Puro amor de madre

Durante una entrevista que me hicieron con motivo de los 50 años de nuestra revista Mundo Negro, me preguntaron qué opinaba de la mujer africana. Mi respuesta debió gustar al periodista, porque fue, a la postre, el título de su reportaje. Le dije, con toda la sencillez del mundo, que a pesar de ser sacerdote me considero un enamorado de la mujer africana. No pensaba yo que esa respuesta iba a causar tal impacto.

Lo cierto es que durante los ocho años que viví en África, concretamente en el Chad, he podido constatar la inmensa fuerza vital que alimenta el día a día de muchas mujeres; ya sean jóvenes, adultas o ancianas. Desde que se levantan hasta que se acuestan no paran de trabajar, de luchar incansablemente para dar de comer a sus hijos.

Trabajan el campo, van a por agua, llevan al mercado sus productos para ganar unas pocas monedas con las que vestir a sus retoños, llevarlos a la escuela o pagar los comprimidos de cloroquina; y todavía les queda tiempo para llevar algo de comida a los presos que están en el calabozo local, ir a visitar al familiar que está postrado en la cama del hospital o acercarse a la parroquia para echar una mano como catequistas, mujeres de la limpieza o cocineras cuando hay sesiones de formación. Y todo eso sin tener en cuenta que la mayoría de ellas caminan varias decenas de kilómetros diarios. Ellas sí que son merecedoras de la famosa "Compostela", reconocimiento que la catedral de Santiago otorga a los peregrinos que llegan caminando a la tumba del Apóstol.

Todo esto viene a colación porque a mi regreso de África, cuando el destino me puso al frente de la revista Mundo Negro, descubrí -con cierta sorpresa y enorme gozo por mi parte- que el sagrario de la capilla de los Misioneros Combonianos de Madrid tiene una hermosa talla cuya fotografía encabeza este blog. Sorpresa porque ya había vivido en esta misma casa durante cinco años -mientras estudiaba periodismo y hacía mis primeros pinitos en la revista- y nunca me había percatado de la enorme expresividad de ese sagrario. Gozo porque vi reflejado en esa imagen al Dios en el que siempre había creído pero que hasta entonces no había sabido cómo definir. Tuve que ir a África y regresar ocho años después para darme cuenta de que esa talla, que lleva ahí desde que se construyó la casa y ante la que rezaba todos los días, tiene una imagen que habla por sí sola.

Esa mujer, con el niño a la espalda y amasando el pan cotidiano, es la viva imagen del Dios que descubrí en Chad. Un Dios que carga a sus espaldas con cada uno de sus hijos; un Dios que trabaja incansablemente día y noche para alimentar a los que ama -es decir, a todos-; un Dios que no tiene reparos en recorrer kilómetros y kilómetros y que lo da todo por amor, por puro amor de madre.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Todo un futuro por delante

El pasado 27 de agosto entró en vigor la nueva Constitución de Kenia. El nuevo texto, que recibió el apoyo de una amplia mayoría de los kenianos, contempla profundas reformas. Más allá de las polémicas y los temores suscitados por algunos de sus artículos -especialmente los que se refieren a la propiedad de las tierras, las atribuciones del jefe del Estado, los tribunales musulmanes o el aborto-, esta nueva Carta Magna abre una nueva etapa en la vida política y social de un país que vivió no hace mucho una ola de violencia. El hecho de que el resultado haya sido aceptado por todos es una buena señal que abre las puertas para que el país pueda entrar pacíficamente en una nueva era.

No se puede decir lo mismo de Ruanda, donde Paul Kagamé acaba de ser reelegido con el 93 por ciento de los votos para un nuevo mandato de siete años. Si en Kenia se abre una nueva etapa, en Ruanda no queda más remedio que reconocer que durante los próximos años habrá más de lo mismo. O mucho cambian las cosas -difícil de creer después de ver cómo se han desarrollado las elecciones- o el país de las mil colinas vivirá los próximos siete años bajo la mano de hierro de un presidente que no permite la más mínima oposición, disensión o crítica.

Costa de Marfil, por su parte, acaba de celebrar los 50 años de su independencia con los ojos puestos en unas elecciones presidenciales aplazadas en numerosas ocasiones y anunciadas por el propio primer ministro Guillaume Soro para el próximo 31 de octubre. Los comicios, tantas veces anunciados y aplazados, deberían poner fin a un conflicto que lleva varios años dividiendo al país en dos. Si finalmente las elecciones tienen lugar -algo que muchos no ven todavía claro-, Costa de Marfil podría recuperar la paz social y la prosperidad económica de las que gozó antaño. Otros países, como Guinea o Burundi, viven también en la expectativa de una próximas elecciones que marcarán, sin duda, sus futuros respectivos.

Mientras tanto, Sudán vive en la incertidumbre de qué pasará el próximo mes de enero cuando se celebre el referéndum sobre la independencia o no de Sudán Meridional. En este caso, la perspectiva de futuro que se presenta para uno de los países más grandes de África es quizás la más incierta de todas.
Aunque sea en otro contexto, Sudáfrica inicia también una nueva etapa. Tras la clausura del Mundial de Fútbol llega el reto de rentabilizar el enorme esfuerzo económico realizado. Han sido muchos millones de dólares invertidos que ahora hay que amortizar. Por otra parte, terminada la fiesta multicultural que supuso este gran evento deportivo, Sudáfrica vuelve a la realidad cotidiana, una realidad marcada por la violencia y la xenofobia hacia los inmigrantes que llegan de los países vecinos.

En este inicio de un nuevo curso, la revista Mundo Negro -que también está viviendo una nueva etapa en su historia- quiere seguir mirando al futuro del continente con optimismo y esperanza. Sirva como muestra el reportaje sobre la misión de Tali, en Sudán Meridional, que ha reabierto sus puertas 50 años después con una ceremonia de reconciliación (ver MN nº 554, página 26). Allí estuvieron dos redactores de Mundo Negro el pasado mes de julio y fueron testigos de que por muchas dificultades que haya habido, siempre se puede volver a empezar, porque hay todo un futuro por delante.