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viernes, 31 de diciembre de 2010

Sudán en la encrucijada

El próximo 9 de enero, justo seis años después de que se firmara el acuerdo de Naivasha que ponía fin a más de dos décadas de guerra civil en Sudán, está previsto que se celebre el referéndum que decidirá si el sur del país más extenso de África permanece unido al norte o si, por el contrario, inicia una nueva andadura como Estado independiente. Será sin duda una cita crucial para el futuro del pueblo sudanés.

Todo parece indicar que el “sí” a la independencia obtendrá una amplia mayoría, y el riesgo de que estalle un nuevo conflicto es real, ya que no todos están dispuestos a aceptar de buen grado la emancipación del sur.

En una cumbre de líderes árabes y africanos celebrada el pasado mes de octubre en Sirte (Libia), el presidente libio Muhamar El Gadafi advirtió que la eventual partición de Sudán puede constituir una enfermedad contagiosa que se diseminaría por otros países de África, e insistía en la necesidad de respetar la integridad territorial de Sudán. Por su parte, el presidente chadiano Idriss Déby -que aspira a renovar su mandato presidencial en mayo- ve la secesión de Sudán Meridional como una amenaza para su propio país, de características muy similares y con un norte y un sur bien definidos e históricamente enfrentados entre sí.

A los intereses políticos y estratégicos se unen, además, grandes intereses económicos. El hecho de que el 80 por ciento de las reservas del petróleo de Sudán -el tercer productor de África- se encuentre en el sur, constituye un elemento capital, a pesar de que haya un acuerdo sobre el reparto de los beneficios de su explotación. Por otra parte, la cohesión interna entre las numerosas etnias que pueblan el sur del Sudán, una cohesión que no es ni mucho menos evidente, será uno de los principales retos que deberá afrontar el nuevo Gobierno.

Tanto las autoridades sudanesas como la comunidad internacional tienen la grave responsabilidad de garantizar que el referéndum se pueda celebrar con total transparencia y seguridad. Sin embargo, los bombardeos perpetrados por el Ejército de Sudán contra algunas poblaciones del sur el pasado mes de diciembre o las reiteradas amenazas del presidente El-Beshir si el sur decide independizarse no son, desde luego, un signo de que Jartum esté por la labor de garantizar esa seguridad. El próximo día 9 los sudaneses del sur, dueños de su propio destino, hablarán, y su decisión, sea la que sea, deberá ser respetada.

martes, 21 de diciembre de 2010

Mejillones y citronela


Se acerca la Navidad. En estas fechas, no sé por qué, pero me acuerdo siempre de cómo las celebraba estando en Chad. A parte del turrón que me enviaban mis colegas combonianos desde España y del que puntualmente me mandaba cada año mi santa madre, no tenía ningún otro dulce navideño que llevarme a la boca para festejar unas fechas tan entrañables y en las que la morriña se hacía más fuerte que nunca.

A lo largo del año disfrutaba de vez en cuando de los paquetes que mi familia me hacía llegar -no sé cómo, porque el correo chadiano funciona de aquella manera- en los que nunca faltaba una botellita de aguardiente de Chantada y media docenita de chorizos de mi pueblo bien envasados al vacío. Aquello suponía el mejor de los regalos que uno podía recibir y daban pie para organizar alguna que otra velada de lo más agradable, sobre todo gracias al aguardiente.

Recuerdo un año en el que uno de mis hermanos se empeñó en meter en el paquete navideño una lata de mejillones, una de esas latas de toda la vida, de las de mejillones en escabeche. Cuando abrí el paquete y la vi me eché a reir. ¡Vaya ocurrencia! Me dije. Sólo mi hermano podía ser capaz de semejante cosa. Lo que no me imaginaba era lo mucho que esa lata me haría gozar; tanto que aún hoy lo recuerdo.

El día de Nochebuena la abrí. Tenía ocho mejillones, ni uno más ni uno menos. Cuando hay escasez, uno cuenta hasta eso. Entre mi amigo Luigi (mi viejo compañero de misión) y yo nos los ventilamos en un santiamén, cuatro cada uno. Estaban de película. Aún tengo en la memoria el sabor que aquellos mejillones dejaron en mi boca. Nunca en la vida había disfrutado tanto una cosa a la que debería estar ya más que acostumbrado. Anda que no tengo abierto y comido cientos de latas como aquella... Sin embargo, el hecho de estar tan lejos de mi tierra y de no saber lo que era un mejillón desde hacía un par de años, hizo que aquella lata me supiera a gloria.

Cuando terminamos, cogí la lata y en un gesto rutinario e instintivo fui a tirarla a la basura. Por el camino la miré y vi la salsa que quedaba dentro, esa salsita rojiza, con su pedazo de laurel todavía dentro y todo. Me dije que era una pena tirarla, porque a saber cuando volvería a tener otra entre mis manos. Sin pensarlo dos veces, volví atrás y la metí en la vieja nevera a petróleo que teníamos en la misión.

Al día siguiente, día de Navidad, antes de comer fui a la nevera, cogí la lata y con un pedazo de pan rebañé la salsa que había dentro. Juro que nunca un poco de escabeche de mejillón me supo tan rico como aquello. Y dí gracias a Dios por la ocurrencia de mi hermano de meter la lata en el paquete. Es increíble cómo una simple lata de mejillones puede hacer tan feliz a una persona. Ahora, cada vez que abro una y noto en mi paladar el sabor del escabeche, recuerdo con una cierta nostalgia la que me comí en el Chad.

Ahora que estoy en España me pasa a la inversa. Un compañero me trajo hace tiempo una mata de citronela, una hierba que abunda en África y con la que se hace una infusión muy sabrosa y saludable. En Chad la tomábamos todas las noches, después de cenar. La tengo en una maceta y de vez en cuando corto un par de hojas para hacerme la infusión. Cuando noto su sabor, me vienen los mismos sentimientos y rebrota la nostalgia. ¡Cuántos recuerdos! Hasta me sabe mucho mejor aquí que cuando estaba allí.

La conclusión que saco de todo esto es que sólo apreciamos realmente lo que tenemos cuando carecemos de ello, por muy paradójico que pueda parecer. Yo descubrí el verdadero sabor de los mejillones en escabeche en Chad, gracias a aquella famosa lata. Y precisamente ahora que no estoy allí, es cuando más disfruto el sabor de la citronela africana. Cuan sabia es la vida, que nos enseña a disfrutar y apreciar las cosas justo cuando carecemos de ellas....

martes, 14 de diciembre de 2010

Invitados de honor

Los que han visitado algún país tropical saben cómo son las lluvias por aquellos lares: fuertes, con frecuencia torrenciales; muy cortas a veces, pero muy localizadas. En Chad no nos escapábamos de esa dinámica, por lo que cuando llovía casi todas las actividades se paraban, incluso la Misa.

En mi querida parroquia de San Daniel Comboni, solía celebrar la Misa todos los días a las cinco y media de la mañana, salvo cuando llovía, claro. Una hermosa y sonora campana (a la que hace poco dediqué este blog) se encargaba de despertar a las cinco en punto a todo el vecindario para anunciar a los cristianos que era la hora de levantarse para alabar al Señor. Cuando llovía, el encargado de tocar la campana se quedaba bien guarecido, porque sabía que aunque tocase la gente no iba a venir, y así se evitaba una buena mojadura en balde.

Un día, uno de esos tantos días en que la caprichosa meteorología estaba de juerga, empezó a llover a las cuatro de la mañana. Era tan fuerte que el ruido que hacía al golpear las láminas de zinc del tejado me despertó. Sin embargo, a las cinco menos diez, la lluvia se paró, como si Dios hubiese cerrado el grifo para no quedarse ese día sin su alabanza cotidiana (de hecho, lo solía hacer a menudo).

A las cinco en punto sonó la campana, como es de precepto, y me levanté para preparar la Misa. Los antojos de la climatología hicieron que justo cuando estaba abriendo la puerta de la iglesia, la lluvia empezase a caer de nuevo, esta vez con más fuerza que nunca. ¿Qué hacer? La campana ya había sonado y era posible que alguien viniera. Por otra parte, ante el aguacero que estaba cayendo me daba pereza volver a casa y ganarme una buena mojadura con su consiguiente riesgo de catarro. Así que me metí en la iglesia y me senté en un banco a esperar que pasara el chaparrón.

A las cinco y cuarto, veo entre las sombras una figura que entra por la puerta. Era “mama” Jeanne, una anciana de la parroquia que venía a Misa todos los días, la más fiel de todos los cristianos (a ella le dediqué también uno de estos blogs). Seguro que la lluvia la había pillado en el camino. Vivía lejos y necesitaba su tiempo para venir. Estaba completamente empapada y tiritando de frío. Se sentó a mi lado y los dos esperamos.

Cinco minutos después, otra sombra tiritante entraba, a su vez, también en la iglesia: era el viejo François, un abuelo que para andar dos pasos necesitaba veinte minutos, como si sus ya cansadas piernas recibiesen con retraso las órdenes de su cerebro. La lluvia tampoco se apiadó de él. Se había bautizado el año anterior y, desde entonces, todos los días era de los primeros en llegar a su fiel cita con el Señor. Entró, dejó su bastón a un lado y se puso a rezar.

Detrás de él entró (por supuesto, también empapada) Rosalie, una mujer coja y manca, desfigurada por una enfermedad de nacimiento. Entró, como de costumbre, arrastrando su pierna mala y con su brazo seco en cabestrillo. Se sentó en un banco y se puso a esperar, como los demás. Ya éramos cuatro.

A las seis menos cuarto miré a mi curiosa “feligresía” y me dije que ya que habían hecho el esfuerzo de venir, lo menos que podía hacer era celebrar la Misa para ellos. Y me fui a preparar el altar. En ese momento entró en la sacristía Alice, una cristiana que solía venir también a la Misa de la mañana -una de esas mujeres de armas tomar a las que dediqué otro blog-. Me preguntó: «Padre, ¿vas a celebrar la Misa? Pero si no hay nadie. Con esta lluvia la gente no va a venir». Le mostré a nuestros tres fieles tiritando de frío y le dije: «La gente ya ha venido». Me sonrió de manera cómplice y me ayudó a preparar todo para la celebración.

Y celebramos la Misa, una Misa sencilla, en familia, que nos llenó de calor y nos hizo olvidar la incómoda sensación del cuerpo mojado. Entonces pensé en el pasaje del Evangelio en el que el Amo de la casa invita a su fiesta a los pobres y los mendigos. ¡Qué cierto es eso de que en la misión el Evangelio se hace como más real!

Creo que fue la Misa más hermosa que he celebrado desde que soy sacerdote. Dios nos reunió y compartió con nosotros su Pan y su calor. Después de la Misa nos quedamos un rato charlando y, cuando el cielo escampó, cada uno se volvió a su casa, con el cuerpo mojado y muerto de frío, pero con el corazón lleno de calor por haber tenido el privilegio de haber sido los invitados de honor en la fiesta de nuestro Dios.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Con buen sabor de boca

Este año que pronto va a terminar ha sido muy especial, tanto para el continente africano como para la revista que dirijo: Mundo Negro. Durante estos doce meses hemos querido dar un relieve particular a los 50 años de independencia de 17 países africanos, a cuyo lado hemos ido caminando con la satisfacción añadida de poder celebrar, al mismo tiempo, el medio siglo de vida de nuestra publicación.

Cerramos el 2010 con el grato sabor que nos han dejado celebraciones y festejos, pero también con algunas sombras que, aunque lo tiñan de una cierta oscuridad, no deben empañar la alegría de todo lo vivido a lo largo de estos meses.

La difícil y complicada situación del Sahara Occidental -que sigue siendo la gran asignatura pendiente de España-, la epidemia de cólera que está matando sin misericordia a miles de haitianos, el encarcelamiento y proceso judicial contra la opositora ruandesa Victoire Ingabire, el eterno conflicto de Somalia o la delicada situación de países como Madagascar, Sudán Meridional, la República Democrática de Congo y, recientemente, la de Costa de Marfil, oscurecen de alguna manera este tramo final del año.

Por otra parte, la reciente publicación del informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos -que saca a la luz toda la verdad sobre los asesinatos indiscriminados cometidos en la República Democrática de Congo entre 1993 y 2003-, las recientes elecciones de Guinea o los referendos constitucionales de Kenia y Níger nos animan a mirar a 2011 con cierta esperanza.

La historia humana es precisamente eso: un continuo sucederse de luces y sombras, de alternancia entre momentos de bonanza y prosperidad y épocas turbulentas en las que guerras o catástrofes han sembrado de oscuridad y tristeza algún rincón del planeta. Nuestra historia se ha ido escribiendo a base de dulzores y amarguras, de alegrías y tristezas, de esperanzas y frustraciones.

La Encarnación de Jesús de Nazareth es, sin duda, un acontecimiento que ha marcado la historia de la humanidad. Nadie se imaginaba que un hecho tan sencillo como el nacimiento de un niño en el establo de una posada de Palestina, pudiese tener tanta trascendencia para el género humano. Dios mismo se hacía hombre y entraba de lleno en el devenir histórico de la humanidad.

Al mismo tiempo, nunca un hecho ha sido tan representado, celebrado y recordado como el nacimiento de Jesús en Belén. Desde la pintura o la escultura, hasta el cine, el teatro, la música o la literatura, todas las expresiones artísticas se han hecho eco de él. Por algo será.

Los poemas navideños que Mundo Negro publica en su número de diciembre, ilustrados con algunos de los belenes africanos que se podrán contemplar en la ya tradicional exposición que cada año por estas fechas organiza el Museo Africano Mundo Negro, quieren ser una pincelada de optimismo para despedir el año que se nos va con buen sabor de boca y abrir las puertas al que viene con renovada esperanza.

Mi mayor deseo en este fin de año, que está ya próximo, es que la Navidad, acontecimiento que marcó para siempre nuestra historia y tantas veces se ha visto reflejada en nuestro arte, sea buena noticia para la vida todos.