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sábado, 27 de agosto de 2011

La riqueza de la novedad


Nuestra casa de Madrid acogió a varios grupos de peregrinos que vinieron de África para la JMJ. Algunos se alojaron con nosotros, otros simplemente vinieron para saludar. Entre estos últimos, un grupo de chadianos que nos conocían y a los que me hizo ilusión ver de nuevo, ya que despertaron en mi la añoranza de los ocho hermosos años que pasé en ese país del corazón de África.

Tuve la tentación de cruzar con ellos algunas palabras en Nganbay, la lengua que se habla en la misión donde trabajé y de la que tanto me costó aprender los elementos mínimos para una escueta conversación. Sin embargo, me faltó valentía para hacerlo al constatar con una cierta frustración lo mucho que he olvidado de ella. Eso me recordó mis primeros meses en la misión, cuando le dedicaba horas y horas y no acababa de ver los frutos.

Desde mi llegada me había metido en serio con ella. Recuerdo que fue una experiencia de lo más frustrante. Me podía pasar horas enteras estudiando para luego constatar que la gente no se enteraba de nada cuando le hablaba. El Ngambay es una lengua tonal, por lo que además de aprender el significado de las palabras hay que conocer a la perfección el tono de las sílabas correspondientes. Una dificultad añadida es la misma construcción de las frases, ya que la concepción de la realidad y de las cosas sigue criterios que para un europeo como yo eran algo totalmente nuevo y desconocido.

En la cultura Ngambay -y en su lengua- todo gira en torno al cuerpo humano. La expresión “repetir”, por ejemplo, se dice “seguir las huellas de la voz”; la copa del árbol es la cabeza del árbol, las hojas son las orejas y las raíces los pies; la puerta es “la boca de la casa”, las ventanas los ojos y así todo lo demás. Para decir que estoy contento tengo que decir que “mi vientre está dulce”; y para expresar mi fe o confianza en alguien tengo que “poner mi vientre sobre su cabeza”...

Con esta manera de elaborar frases y expresiones los textos litúrgicos son de lo más variopinto, aunque también una hermosa manera de expresar el sentido de la vida y de la confianza en Dios. Dios es aquel que “tiene los huesos fuertes” (el todopoderoso), el que “tiene el vientre blanco” (santo) o aquel con quien y por quien “hacemos sonar los cuernos” (glorificamos y alabamos). También es el que “deja atrás nuestros pecados” (nos perdona) o quien “tiene siempre sus ojos puestos sobre nuestras cabezas” (nos cuida y protege).

Hacer memoria de aquellos primeros pasos y de aquellas primeras frustraciones me ayudó a comprender también la continua sorpresa de los peregrinos que, por primera vez en su vida, salían de su terruño africano y se aventuraban en una gran urbe como es Madrid. Un día me fui a dar una vuelta por la ciudad y me encontré con algunos de ellos, con los que pude cruzar unas palabras. Recuerdo concretamente un pequeño grupo que venía de Malí y de Burkina Faso. Estaban tan sorprendidos de tantas cosas que sus mentes no lograban asimilar tanta novedad: desde las escaleras mecánicas del Metro hasta las fuentes del parque del Retiro, milagrosas según ellos, porque echaban agua constantemente y no se veía el río por ninguna parte.

Y comprendí muy bien su sorpresa y sus sentimientos, porque también yo, cuando llegué a África por primera vez, experimenté la sensación de ver que todo era nuevo para mi. Fue como haber puesto el cuentaquilómetros a cero y empezar todo de cero, con la dificultad que eso supone, pero también con la sensación de irme enriqueciendo cada día un poco más. El estudio de la lengua fue sólo un aspecto de ese gran esfuerzo por cambiar mi mentalidad y mi propia manera de ver y analizar las cosas: la concepción del tiempo, de las relaciones humanas; el sentido de la paciencia y tantas otras cosas, sin contar las enfermedades o la alimentación, que merecerían un capítulo aparte.


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