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lunes, 24 de enero de 2011

Gracias, amigo Luigi


Llegar a África por primera vez para ocuparse de una parroquia nueva no es fácil. En los primeros años que viví en Doba me di cuenta de lo importante que es poder tener a tu lado un “viejo lobo” de las misiones. Por eso, me alegré mucho cuando llegó Luigi, un comboniano italiano que tiene a sus espaldas más de cincuenta años en África -de los que más de 30 los ha pasado en el Chad-.

Luigi nació en Tartano, en el norte de Italia, hace ahora 82 años. Fue ordenado sacerdote el 26 de junio de 1955 y dos años después fue destinado a Sudán, donde vivió su primera experiencia misionera. En 1964 sufrió en persona el rechazo del integrismo islámico y fue expulsado junto a otros muchos misioneros. De eso hace ya mucho tiempo, pero se le nota que lleva Sudán en el corazón (seguro que estará estos días muy atento a lo que allí se está cociendo). Tras su expulsión, estuvo dos años en Uganda, con la esperanza de poder regresar algún día. Sin embargo, el destino le llevó por otros caminos. En 1966 fue destinado Centroáfrica y en 1998 llegó al Chad, para acompañar al joven e inexperto misionero que yo era por entonces.

Después de cenar, solíamos sentarnos en la veranda a contemplar el maravilloso cielo africano poblado de estrellas y a degustar una deliciosa citronela. Era un momento privilegiado para compartir vivencias. Entre sorbo y sorbo, le preguntaba sobre su experiencia en Chad y me hablaba de cuando el país estuvo en guerra, cuando no había ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca, de como muchas veces, al levantarte por la mañana y salir a la calle, se encontraba con un cadáver ante la puerta. Le tocó vivir los duros años ochenta, cuando los codós (guerrilleros) andaban por todas partes, cuando coger el coche para ir a cualquier parte era arriesgarse a recibir un balazo, porque disparaban contra todo lo que se movía.

Recuerdo con especial nostalgia cuando regresaba de mis correrías por la sabana visitando los poblados. Nada más oír el coche, Luigi salía de su cuarto, me ayudaba a descargar los bártulos, abría el frigorífico a gas –que, dicho sea de paso, funcionaba cuando quería–, sacaba una cerveza y me decía: «Toma, refréscate un poco, descansa, que estarás cansado y cuéntame cómo te ha ido». 

Sus largos años recorriendo la sabana chadiana le han enseñado muchas cosas. Sabe lo que se agradece una cerveza fresca al llegar a casa y la ofrece con una sonrisa de tal manera, que, sin darte cuenta, te olvidas del cansancio, de los problemas, del mal estado de las carreteras y del calor que has tenido que aguantar durante todo el día.

Luigi es persona de costumbres. Se levanta todos los días a las cuatro y media de la mañana y a las cinco en punto ya está en la iglesia rezando y preparándose para la Misa, que es a las cinco y media. Por las tardes, a la caída del sol, pasea de un lado a otro del jardín y entra en la capilla para hacer su oración. Siempre el mismo horario, siempre el mismo ritmo, y todo ello con una fidelidad que a un joven sacerdote como yo le hacían plantearse muchas cosas. Todas las mañanas se sentaba ante su manual de ngambay (la lengua local) y se ponía a estudiar. Desde mi cuarto le oía repetir las frases una y otra vez. Viéndole y escuchándole, recordaba mis años de universidad, cuando los libros de periodismo eran mi pan cotidiano.

Una de sus grandes "debilidades" era el contacto con la gente. Sabe lo importante que es “perder” el tiempo con los demás. Por eso, cada vez que íbamos a visitar un poblado, iba casa por casa saludando a todos, preguntando por los campos, la cosecha, los hijos.... Recuerdo cuando una de las comunidades hizo su retiro de Cuaresma. Le metió a sus viejas pero resistentes piernas los cinco kilómetros que hay desde la ciudad hasta el lugar del retiro. Se fue y regresó a pie, caminando con su gran amigo Charles, un anciano de la parroquia.

A ser misionero no se aprende en los libros, se aprende cada día, poco a poco. Tener al lado a alguien que pueda mostrarte el camino es muy importante. Si los ancianos africanos son, como decía Ahmadou Hampate Ba, bibliotecas vivientes, los misioneros mayores, como Luigi, son auténticos manuales de vida misionera dispuestos a abrir sus páginas para que los que venimos detrás podamos enriquecernos de su sabiduría y de su experiencia. Gracias, querido Luigi.

jueves, 13 de enero de 2011

Babá Charles

Uno de los primeros blogs que escribí iba dedicado a mamá Jeanne, una anciana de la parroquia en la que trabajé cuando estuve en Chad y a la que recuerdo con gran cariño y admiración.

Quisiera recordar ahora a otro anciano, el viejo Charles -"babá" Charles, como le llamábamos todos-, uno de los ancianos más respetados de la parroquia y de la ciudad.

A diferencia de mamá Jeanne, Charles vive en una casa bastante decente. No es que sea rico, pero tampoco le falta de qué vivir. Es un comerciante nato. A su almacén de bebidas y refrescos acude mucha gente para comprar cerveza, coca cola y alguna que otra botella de whisky. No niego que también el personal de la misión éramos clientes suyos, ya que nos gustaba tener en la nevera alguna botella de refresco o de cerveza bien fresca para los momentos especiales.

Se llevaba a las mil maravillas con Luigi, mi compañero de misión (algún día escribiré sobre él), un viejo misionero italiano curtido por más de 40 años de servicio misionero en África, pero que conserva un espíritu tan sano y humano que da gusto vivir y trabajar con él. Me encantaba verlos juntos, como el día que la comunidad de Charles tuvo su retiro de Cuaresma. Los dos fueron juntos y regresaron juntos, caminando uno al lado del otro los más de cinco kilómetros que hay hasta el lugar del retiro en un descampado a las afueras de la ciudad.

Cuando eres blanco y estás en África, te das cuenta de que la gente te trata de una manera especial, sobre todo al principio, cuando no hay ese conocimiento mutuo que da pie a una cierta confianza. Solo los ancianos tienen la libertad y la sabiduría que dan los años para hablar de ciertos temas. Babá Charles tenía la costumbre de invitarme de vez en cuando a comer o a cenar. Lo hacía sobre todo para darme sus consejos.

Cada vez que me invitaba yo sabía que era porque tenía algo que decirme. Siempre agradecí su manera de hacerlo, porque al tiempo que me hablaba con claridad cuando veía que yo había hecho o dicho algo que no era del todo correcto, me trataba con el respeto que, según él, "se merece el pastor de la parroquia". Muy al estilo de los ancianos africanos, nunca me dijo una palabra más alta que la otra, sino que con toda franqueza y una delicadeza exquisita, sabía encontrar las palabras y el tono justo que cada cuestión exigía.

Otras veces era yo el que, sin avisar, me presentaba en su casa para consultarle alguna duda o alguna cuestión que no veía clara. Una cosa que me marcó mucho en Chad fue esa hermosa costumbre de la acogida. Allí eso de marcar día y hora para una cita no existe. Si necesitaba hablar con él bastaba con presentarme en su casa. Su puerta siempre estaba abierta, el taburete preparado y su mujer dispuesta a preparar un vaso de té y tostar unos cacahuetes. En más de una ocasión me encontraba allí con otras personas de la parroquia que también habían ido a su casa buscando, como yo, un consejo. Nunca  rechazó a nadie.

Hace poco pregunté por él. Me dijeron que aun vivía y que a pesar de que el tiempo va haciendo mella en él, ahí sigue, con su bastón en la mano y la cadera medio torcida  desde que lo atropelló una moto. Ha perdido mucha vista, pero sigue teniendo la misma sabiduría y templanza de siempre; y es que la vejez, en lugar de ser un problema, en África es, paradógicamente, una hermosa fuente de vida.

miércoles, 5 de enero de 2011

Los Reyes son los niños (no los padres)

Llega el día de Reyes. Cabalgata, caramelos, barbas de algodón, betún (cada vez menos, gracias a Dios y a la creciente presencia africana en nuestro país) y, sobre todo, mucha ilusión.

En Chad esta tradición no existe. Allí la época de los regalos es la Navidad. Allí no hay Reyes Magos más allá de lo que marca la liturgia cristiana, las figuritas artesanales de los belenes improvisadas con barro o los que hacen de tales en la representación teatral del Evangelio de la Natividad. Camellos, lo que se dice camellos... sí que hay unos cuantos, aunque están en el norte del país y yo los veía muy raramente.

Lo que si había, al menos en mi parroquia, eran niños. Decenas de ellos. Cientos de ellos. Las "mamás catequistas", mujeres de armas tomar, como ya dije alguna vez, se encargaban de preparar con ellos una hermosa velada, con representación teatral y caramelos incluidos. Creo que era la noche que yo más disfrutaba. Durante la misa del Gallo los niños representaban el pasaje del nacimiento. Uno hacía de María, otro de José, un muñeco bien hermoso hacía de niño Jesús, otros niños hacían de pastores y hasta los había que hacían de ovejas y corderos (niños, desde luego, no faltaban).

Y cuando llegaba el día de Reyes, como allí no hay noche mágica de cabalgata y regalos, se preparaba un gran día de fiesta. Día de Epifanía. Solíamos dedicar ese día a la Infancia Misionera, día de los niños, día en el que ellos eran los amos de la parroquia. Todo giraba entorno a ellos. Y ese día la parroquia se llenaba de niños. Los llamados "Kemkogi", que en lengua local significa corazón valiente, eran los reyes. Juegos, concursos, regalos... Ese día todos nos volvíamos un poco locos. O quizás mejor decir que ese día todos éramos un poco más niños.

Eran la alegría de la parroquia. Y no sólo por la alegría innata que porta en sí todo niño africano; sino también por su espíritu de compromiso y de solidaridad. Cada año tenían su tema de reflexión y su campaña de solidaridad con otros niños, campaña que se materializaba precisamente ese día. No sólo movilizaban a las "mamás catequistas" (repito, mujeres de armas tomar), sino a un buen número de adolescentes y jóvenes que hacían de monitores. De hecho, la principal pastoral juvenil la hacíamos precisamente con esos jóvenes monitores de los Kemkogi. Que se lo digan a Tere o a Isabel, dos Hermanas Combonianas (también de armas tomar, por cierto), que cada año se dejaban la piel y a veces hasta la salud coordinando las actividades y velando para que todo saliese bien.

Y como niños que son, tenían la costumbre de saltar el muro de la misión para "robar" los mangos y las guayabas del cura. ¡Malditos ellos!, pensaba cuando en plena siesta oía el escándalo que formaban. ¡Benditos ellos! pienso ahora, que me recuerdan que todos fuimos niños alguna vez. ¿Acaso no nos producía una excitación especial entrar en el huerto del vecino para "robar" uvas o lo que se terciase?

En estos días los recuerdo con un cariño especial. ¡Cuántas veces me paraba a balbucear con ellos las pocas palabras que había aprendido en Ngambay (la lengua local)!. Hasta echo de menos aquellos cabreos por una siesta interrumpida bruscamente o un balonazo en plena ventana.

Desde que estoy en Madrid siempre que puedo voy a ver la cabalgata. Y no precisamente para ver a los Reyes Magos -que sigo creyendo firmemente en ellos y en todo lo que representan-, sino para ver la cara de alegría y de ilusión de nuestros niños. Y también -lo confieso-, para ver las caras iluminadas de tantos padres y verme de alguna manera retratado en ellos. Porque la ilusión que ese día nos transmiten los niños, bien mirado, contradice el famoso dicho de que "los Reyes son los padres". No, en realidad, los Magos son los niños.