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lunes, 29 de agosto de 2011

La guerra ignorada de Tumaco

“¿Imaginas una explosión por donde pasa tu hijo, o mientras estás comprando?, varias personas fueron evacuadas de la tienda sin piernas y ciegas”.

“En Tumaco han puesto una bomba en una gran tienda de comida, y han herido a cinco, dos muertos. En el Municipio de Tumaco han matado a 7 policías en una semana, y a 3 tumaqueños trabajadores. ¿Por qué nadie difunde lo que aquí nos pasa? ¿Aquí no merecemos la paz?”

“En Tumaco hay una GUERRA. Llevamos 6 granadas en plena calle: Una frente a un colegio, otra en plena calle, otra en una ferretería, otra en una tienda, y hoy en pleno parque. Más de 6 asesinados, muchos heridos, mucho miedo de la gente por salir a la calle. Mucha policía que no soluciona el problema”.

Son frases, lamentaciones, condenas, o como queráis llamarlo, de José Luis, un misionero que vive en Tumaco y que ya no sabe qué hacer para que el mundo se entere de lo que allí está pasando. No hace mucho tuve la suerte de compartir un par de días con él, en su casa, en su comunidad, con su gente tumaqueña. Y me sorprendió el gran contraste que hay. Por un lado una gente magnífica, pobre pero digna, acogedora, con unas ganas enormes de vivir y de salir de esa situación de marginación en la que se encuentran por el simple hecho de ser negros, pobres …. y tumaqueños. Por otra, unos grupos armados, mafiosos y asesinos que se pelean por el control de cada milímetro de terreno y de cada gramo de droga que deambula por la región.

Tumaco es una pequeña isla en la costa pacífica de Colombia, en la frontera con Ecuador. Zona hermosa, de playas paradisíacas, manglares exhuberantes y sabrosos mariscos. Podría ser un paraíso en la tierra. Desgraciadamente el tráfico de drogas, armas y personas hace de esa región una de las más violentas del mundo. Hace poco la diócesis publicó un extenso informe con el título “Que no digan que no pasa nada”, un exhaustivo y completísimo informe de lo que allí está sucediendo y que os recomiendo vivamente.

Me sorprendió sobremanera la confianza y la seguridad que emana de sus gentes. Los tres días que viví allí constaté que la puerta siempre está abierta, que la violencia extrema que asola esta pequeña ciudad es una violencia muy particular. La casa en la que me alojaba, por ejemplo -una sencilla barraca que sirve de hogar para la comunidad comboniana-, está siempre abierta, como las de los demás vecinos. La puerta tiene una cerradura (más por decir que la tiene que por protección) y la ventana es una simple tela mosquitera que hasta un niño pequeño podría rasgar con la mano. No, no es una violencia al estilo de otras ciudades como Mexico o Johannesburgo. La violencia de Tumaco está ligada al narcotráfico, a las terribles mafias que lo controlan todo y que son, por desgracia, el peor enemigo de jóvenes y adolescentes, a quienes tratan de aprisionar entre sus tentáculos de sicariato y chantaje.

Pero la peor desgracia de Tumaco está siendo el anonimato. Lo que allí está pasando no sale en los medios de comunicación. Quizás porque allí no hay petróleo ni nada interesante o susceptible de reportar un beneficio. Tumaco solo tiene un puñado de gente de piel negra que no interesa a nadie. Por eso no se habla de las granadas que explotan en plena calle, a la puerta de un colegio o en el interior de una tienda; por eso nadie cuenta que cada semana muere asesinada media docena de personas, ni que los adolescentes de 15 o 16 años son embaucados o chantajeados para que hagan de sicarios de muerte a cambio de un puñado de dólares y amparados en la ley de protección del menor, que impide juzgar a una persona menor de 18 años.

Desde aquí me uno a José Luis y  a todos los que intentan dar a conocer esa indignante realidad. Estamos en el Año Internacional de los Afrodescendientes. Ojalá que se note. Ojalá quienes tienen en su mano parar esta vergüenza hagan algo para que la guerra ignorada de Tumaco deje de ser ignorada y -sería lo ideal- deje también de ser una guerra.


sábado, 27 de agosto de 2011

La riqueza de la novedad


Nuestra casa de Madrid acogió a varios grupos de peregrinos que vinieron de África para la JMJ. Algunos se alojaron con nosotros, otros simplemente vinieron para saludar. Entre estos últimos, un grupo de chadianos que nos conocían y a los que me hizo ilusión ver de nuevo, ya que despertaron en mi la añoranza de los ocho hermosos años que pasé en ese país del corazón de África.

Tuve la tentación de cruzar con ellos algunas palabras en Nganbay, la lengua que se habla en la misión donde trabajé y de la que tanto me costó aprender los elementos mínimos para una escueta conversación. Sin embargo, me faltó valentía para hacerlo al constatar con una cierta frustración lo mucho que he olvidado de ella. Eso me recordó mis primeros meses en la misión, cuando le dedicaba horas y horas y no acababa de ver los frutos.

Desde mi llegada me había metido en serio con ella. Recuerdo que fue una experiencia de lo más frustrante. Me podía pasar horas enteras estudiando para luego constatar que la gente no se enteraba de nada cuando le hablaba. El Ngambay es una lengua tonal, por lo que además de aprender el significado de las palabras hay que conocer a la perfección el tono de las sílabas correspondientes. Una dificultad añadida es la misma construcción de las frases, ya que la concepción de la realidad y de las cosas sigue criterios que para un europeo como yo eran algo totalmente nuevo y desconocido.

En la cultura Ngambay -y en su lengua- todo gira en torno al cuerpo humano. La expresión “repetir”, por ejemplo, se dice “seguir las huellas de la voz”; la copa del árbol es la cabeza del árbol, las hojas son las orejas y las raíces los pies; la puerta es “la boca de la casa”, las ventanas los ojos y así todo lo demás. Para decir que estoy contento tengo que decir que “mi vientre está dulce”; y para expresar mi fe o confianza en alguien tengo que “poner mi vientre sobre su cabeza”...

Con esta manera de elaborar frases y expresiones los textos litúrgicos son de lo más variopinto, aunque también una hermosa manera de expresar el sentido de la vida y de la confianza en Dios. Dios es aquel que “tiene los huesos fuertes” (el todopoderoso), el que “tiene el vientre blanco” (santo) o aquel con quien y por quien “hacemos sonar los cuernos” (glorificamos y alabamos). También es el que “deja atrás nuestros pecados” (nos perdona) o quien “tiene siempre sus ojos puestos sobre nuestras cabezas” (nos cuida y protege).

Hacer memoria de aquellos primeros pasos y de aquellas primeras frustraciones me ayudó a comprender también la continua sorpresa de los peregrinos que, por primera vez en su vida, salían de su terruño africano y se aventuraban en una gran urbe como es Madrid. Un día me fui a dar una vuelta por la ciudad y me encontré con algunos de ellos, con los que pude cruzar unas palabras. Recuerdo concretamente un pequeño grupo que venía de Malí y de Burkina Faso. Estaban tan sorprendidos de tantas cosas que sus mentes no lograban asimilar tanta novedad: desde las escaleras mecánicas del Metro hasta las fuentes del parque del Retiro, milagrosas según ellos, porque echaban agua constantemente y no se veía el río por ninguna parte.

Y comprendí muy bien su sorpresa y sus sentimientos, porque también yo, cuando llegué a África por primera vez, experimenté la sensación de ver que todo era nuevo para mi. Fue como haber puesto el cuentaquilómetros a cero y empezar todo de cero, con la dificultad que eso supone, pero también con la sensación de irme enriqueciendo cada día un poco más. El estudio de la lengua fue sólo un aspecto de ese gran esfuerzo por cambiar mi mentalidad y mi propia manera de ver y analizar las cosas: la concepción del tiempo, de las relaciones humanas; el sentido de la paciencia y tantas otras cosas, sin contar las enfermedades o la alimentación, que merecerían un capítulo aparte.


martes, 23 de agosto de 2011

Perlas de la JMJ


Quiero traer aquí un bonito testimonio que José María Michavila publica hoy en el diario El Mundo. Una hermosa lección de los jóvenes participantes en la JMJ. 
(Diario El Mundo, 23 de agosto de 2011, pág. 10)

Historia de otra mochila

Pepe, de trece años, perdió su mochila. No era una mochila cualquiera. Era su mochila de peregrino de la JMJ (Jornada Mundial de la Juventud), con su crucifijo, el Evangelio, el móvil y algunos entrañables recuerdos personales. Y también con todos sus ahorros: ¡veintiséis euros!

Lo preocupante del asunto es que no le sucedió en un lugar cualquiera sino que fue en pleno paseo de la Castellana, la avenida central más grande de la capital de España. Tampoco era una hora cualquiera. Era el momento en que cerca de un millón de jóvenes terminaron de rezar el vía crucis con el Papa el pasado viernes 19 de agosto. Un grupo de amigos, en compañía de sus hijos, había acompañado el rezo de la multitud sentados en el asfalto central de la Castellana. Justo delante del Ministerio del Interior.

Al terminar el acto, el Papa pasaba de regreso. Quisieron acercarse para verle lo más cerca posible. En esas, Pepe le pidió a su padre que le subiera a hombros. Y pudo ver de cerca al Papa. Se quedó más que feliz. Pero en el lío del momento su querida mochila quedó olvidada en el suelo. Un disgusto. Nada grave, pero sí un disgusto. Pepe y sus amigos buscaron un buen rato entre los miles de pies que allí andaban. Imposible. En esa aglomeración no podía aparecer una mochila, que, además, era exactamente igual a otros cientos de miles de mochilas.

Esa misma noche, ya muy tarde, Irene, su hermana mayor, recibió una llamada en el colegio en el que dormía con su equipo de voluntarios. Pese a la hora, estaba todavía despierta y trabajando con un grupo de amigas, también voluntarias, en procurar que la concentración de más de millón y medio de jóvenes prevista para la noche del sábado saliera lo mejor posible. Carlos, voluntario responsable del centro de atención de incidencias, quería decirle algo. En una Iglesia de Alberto Alcocer había una mochila. Dentro de ella, un papel hacía pensar en que el dueño era hermano de Irene. Y así era. La mochila había pasado por varias manos. Todas de buenas personas, de gente preocupada en encontrar a su dueño y devolverla. Y lo consiguieron. Apareció la mochila, el crucifijo, el Evangelio, el móvil y los veintiséis euros.

No hace falta ser un eminente jurista para saber bien que, por desgracia, hay que hacer leyes para sancionar a los que roban. Y que, cuando hay un grupo algo numeroso de gente, siempre hay alguien que roba o que se aprovecha de un descuido ajeno. Que la ley es necesaria, pero que no basta. Y que no vale cualquier ley. Que hay leyes buenas, que dan buenos resultados para la convivencia, y leyes que no ayudan a mejorar la sociedad.

No hace falta ser peregrino de la JMJ para recordar que hay algo mucho más eficaz que las leyes para hacer una sociedad mejor. Aunque no está de más escuchar que no podemos sentirnos dioses para hacer leyes que decidan quien tiene derecho a vivir y quién no. Y que ese mundo mejor no lo crea el puro poder, el derecho positivo, la norma escrita, los parlamentos o los boletines oficiales sin más. Ese mundo lo crean personas y leyes que respetan a todos porque saben valorar la dignidad de los demás como la suya misma. Que tienen la humildad de saber que hay verdades, cosas que son como son. Y no está nada mal aprender que es posible encontrar un mundo de convivencia basado en el respeto a los demás. Incluido el respeto a su mochila perdida. Otra mochila con un móvil. Esta vez de paz. Así lo aprendió en esas jornadas mi hijo Pepe.

José María Michavila fue ministro de Justicia en el Gobierno de Aznar y actualmente es profesor de Derecho de la UCM.

jueves, 18 de agosto de 2011

A vueltas con la JMJ


Desde mi despacho en la redacción de Mundo Negro oigo el ensordecedor estruendo de los pitidos de los coches que no pueden acceder a la A2 (autopista que llega del aeropuerto de Barajas y por la que se accede al centro de Madrid). La curiosidad me pica y salgo a la calle a ver qué pasa. Han cortado el acceso a la autopista que está justo delante de nuestra casa. El follón es impresionante. Hoy llega el Papa a Madrid, y los cortes de circulación y las medidas de seguridad están haciendo de Madrid y de su tráfico rodado un verdadero caos, pese a ser el mes de agosto.

Llevo varios días dándole vueltas a todo este asunto: la JMJ, los indignados, las manifestaciones de los “anti-Papa” y todas las polémicas y comentarios que salen en los medios de comunicación. Es evidente que la visita de Benedicto XVI a España no deja indiferente a nadie.

Por una parte, me alegra ver estos días la ciudad. Está a rebosar de gente. Son multitudes de jóvenes, de todas las razas, lenguas, colores y edades. Madrid es una fiesta multicolor en la que la inmensa mayoría de los jóvenes están dando ejemplo de civismo, alegría, espontaneidad y ganas de celebrar la alegría de ser joven y cristiano. En eso na hay ninguna duda: la JMJ es un acontecimiento maravilloso en el que uno se da cuenta que la fe y sus múltiples maneras de vivirla y celebrarla son la mayor riqueza de nuestra Iglesia y que los jóvenes son su mayor exponente. Como Combonianos tenemos una presencia en el parque del Retiro de Madrid. A ella acuden a diario miles de personas que evidencian esa multiculturalidad, diversidad y riqueza. Hay alegría, espontaneidad, un regalo para todos los que nos consideramos cristianos.

Pero está también la otra parte, la de la polémica, la de una Iglesia que busca la ostentación y la grandiosidad, una Iglesia que, para sufragar los gastos de semejante ostentación, no ha tenido reparos en aliarse con los ricos y poderosos de este mundo, con los que están al origen de la crisis económica que estamos viviendo y que a tantas familias ha dejado en la mayor de las desesperaciones. Grandes empresas y grupos financieros que no tienen reparo en dar por un lado su apoyo a la JMJ (cuestión de imagen y de márketing) y por otro financiar guerras injustas, ventas de armas y explotación de los más pobres y más débiles. Y lo más triste es que nuestro cardenal lo justifica diciendo que “es lo que se hace normalmente cuando hay otro tipo de acontecimientos culturales o deportivos”.Sí, es lo que se suele hacer, pero no con cualquiera ni a cualquier precio, digo yo.

Algunos colectivos han dicho que “sí, pero no así”. Es decir, que sí están a favor de la visita del Papa y de la JMJ -¿Y quién no lo está, viendo lo maravilloso que está siendo el ver tanto joven en nuestras calles?-, pero no de esta manera. Yo me uno a ellos. Creo que se puede ser cristiano y manifestarlo de mil maneras, pero, desde luego, jamás desde semejante ostentación y parafernalia. Desgraciadamente, en la organización y en los actos litúrgicos y oficiales está quedando de lado esa iglesia de la calle, la de los pobres, la de las comunidades de base. No es esa “otra Iglesia”, como algunos afirman erróneamente. No es otra. La Iglesia de los ricos y la de los pobres son la misma, es una sola, pero con formas diferentes de ser y de manifestarse. Lo triste es que a nuestra jerarquía le gusta mostrar sólo una cara. Y si no me creen, miren quienes son los grupos y movimientos que protagonizan todos los actos oficiales.

La decisión de obligar a los religiosos y religiosas que serán recibidos por el Papa en El Escorial a llevar el hábito correspondiente es una muestra más de esa obsesión por la imagen, por mostrar una Iglesia clásica y formal. En este sentido, no tiene desperdicio el editorial de la revista Vida Nueva del pasado 26 de junio (os lo recomiendo sinceramente).

Me entristeció ver que en la Misa de inauguración oficial de la JMJ presidida el otro día por el cardenal Rouco se dio rienda suelta al uso del latín (no tengo nada contra él, ojo) y se ignoraron tantas y tantas lenguas nativas de los miles de jóvenes que abarrotaron la plaza de Cibeles y los aledaños. ¿No es un encuentro internacional?

Madrid será estos días un poquito el centro del mundo. Todos los ojos están puestos en nuestra ciudad. Yo me quedo con la frescura de los jóvenes, con su alegría y espontaneidad, con esa maravillosa oportunidad y ese hermoso regalo que es tener en nuestra casa tanta vitalidad, tanta alegría y tanta riqueza cultural. Lo demás... Ya Dios lo juzgará.