Durante las últimas
semanas los ojos de todos los medios de comunicación, al menos en lo
que a información sobre África se refiere, han fijado su mirada en
Malí, un país convulso donde los acontecimientos se han ido
precipitando tras la ocupación de buena parte de su territorio por
los radicales islamistas y la rápida intervención francesa para
detener su avance hacia el sur.
Menos se ha hablado de la
República Centroafricana, donde los acuerdos firmados entre el
Gobierno y los grupos rebeldes reunidos entorno a la alianza Seleka
no acaban de cumplirse y donde, una vez más, quien sufre las
consecuencias es la población civil, sometida a toda clase de
abusos, violencias y atropellos y cuya única esperanza es el
compromiso de la Iglesia por seguir a su lado en estos momentos de
dificultad.
Muy pocos o casi ninguno,
sin embargo, se han hecho eco del premio Sergio Vieira de Mello
otorgado por las Naciones Unidas a Mons. Paride Tabán, obispo
emérito de Torit y fundador del Poblado de la Paz de Kurón, en
Sudán del Sur, y galardonado el mes pasado con el Premio Mundo Negroa la Fraternidad.
Mucho se ha hablado
también de la renuncia al ministerio petrino de Benedicto XVI, un
Papa que ha reconocido no tener ya fuerzas para guiar la nave de la
Iglesia. Su renuncia ha levantado no pocos comentarios sobre la
división interna que existe en el seno de la Curia romana. Salvo
algunos medios eclesiales, pocos, sin embargo, han destacado los
aspectos positivos de estos ocho años de pontificado. Sus dos viajes
a África, la exhortación apostólica Africae Munus o los
sínodos sobre África y sobre la nueva evangelización son, por
citar algunos ejemplos, muestra de un pontificado enriquecedor para
la Iglesia, especialmente la africana.
El tiempo litúrgico de
Cuaresma, tiempo de conversión, de buscar lo negativo y lo oscuro de
la vida humana para cambiarlo y transformarlo en luz renovadora,
suele ser visto por muchos -incluso cristianos- como un tiempo
sombrío en el que la oscuridad de la pasión y muerte de Cristo
ocupan un lugar preponderante, olvidando que el centro del
acontecimiento pascual no es la muerte de Jesús, sino su
resurrección. Todo el camino cuaresmal está enfocado hacia una
única realidad: la Vida del Resucitado que, con su triunfo sobre la
muerte, da vida a la humanidad. Cuando todo parecía perdido y hasta
los propios discípulos de Jesús habían sucumbido al miedo y la
desazón, Dios abrió las puertas a una esperanza renovada y
definitiva.
Es posible que los
acontecimientos nos hagan pensar que vivimos en un mundo lleno de
luchas de poder, de violencia y de muerte. Pero a pesar de ello,
existe otra realidad, la de la esperanza. En el mundo de la política,
en las relaciones entre los pueblos y las personas, en
el seno de la Iglesia y en tantos y tantos lugares del mundo, hay signos incontestables de que existe vida
más allá de la muerte y luz a pesar de tanta oscuridad. Si el
resplandor de la Resurrección es capaz de anular las tinieblas de la
muerte, las luces que hay en en el continente africano, en la
sociedad, en la Iglesia, y en todos los ámbitos de la vida humana
también tienen la fuerza suficiente para apagar cualquier atisbo de
oscuridad, de guerra o enfrentamiento, sea donde sea.
Por muy tenues que puedan
parecer esas luces, sería injusto y deshonesto ignorarlas o dejar
que se difuminen en un pesimismo inútil que no conduce a ninguna
parte. Pascua es sinónimo de paso, de conversión, de transformación
de todo aquello que alude a la muerte en signo de vida, de alegría y
esperanza. Como seres humanos y como cristianos tenemos la grave
responsabilidad de hacerlas brillar con todo su fulgor.