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miércoles, 26 de octubre de 2016

Un chupito pa celebrarlo

Ayer hizo 20 años que puse por primera vez los pies en este hermoso país que es el Chad. Para celebrarlo me tomé un chupito de aguardiente de mi tierra, de la que guardo una botella con sumo cuidado y que raciono escrupulosamente tomando unas gotas solo los días realmente especiales. Tiene que durarme hasta las próximas vacaciones que, Dios mediante, serán en verano del 2017.


Mi cuñado, muy curioso él, me pidió que cuente la sensación que produce tomarse un chupito de caña tan lejos, así que allá voy, esperando satisfacer su curiosidad y tratando de expresar con palabras algo que es inexpresable. Ya desde ahora pido perdón a los que no comprendan todo lo que aquí escriba, porque son recuerdos, lugares o nombres que no todo el mundo conocerá.


Al abrir la botella y sentir el aroma característico de ese líquido tan especial, lo primero que me viene a la memoria es el café que nos tomábamos en casa después de comer, al que añadíamos siempre unas gotas para darle cuerpo y sabor (al café, claro). Luego viene el ritual de echar un poco en el chupito, con delicadeza y mucho cuidado para que no se pierda nada, que aquí eso es oro y no se puede desperdiciar ni una sola gota. El aroma que sale de la botella despierta en mí infinitos recuerdos –hay que ver lo que es la psicología humana– que me transportan ya desde el principio a mi tierra querida y añorada.


El primer sorbo sabe a gloria. A medida que el fuego va bajando por la garganta va dejando en la boca ese sabor característico a hollejo de uva, inconfundible, que me trae recuerdos de Bendoiro, de Prado, de un buen churrasco dominguero o de un pulpo en Os Concheiros. Y la imaginación se desboca y sueño que estoy en mi terruño, que llueve y hace fresco, y que por un instante Chad no está tan lejos de Galicia como parece.


El segundo sorbo lo degusto con más calma, haciendo un esfuerzo por sentir con toda su fuerza el ardor del aguardiente bajando por el esófago y saboreando de nuevo ese regustillo a orujo que queda en la boca. No se puede desperdiciar nada, porque un placer así no se tiene todos los días ni todas las semanas, ni tan siquiera todos los meses.


Al tercer sorbo ya casi me dan ganas de cantar la rianxeira, y no por los efectos etílicos del preciado líquido, sino por la euforia de sentir que Galicia sigue teniendo cosas tan buenas como el aguardiente y que Dios me da la posibilidad de disfrutarlas tan lejos. Gran verdad esa que dice que solo apreciamos lo bueno cuando no lo tenemos. Y me digo a mi mismo que soy un privilegiado por poder disfrutar de un chupito como este a tantos kilómetros de distancia de mi tierra. De verdad, con qué poco se puede hacer feliz a una persona.


Y ya, guardo la botella y espero a la próxima ocasión, que no sé cuándo será, pero que sin duda será. Y con el gustillo rancio de uva pisada y hollejo fermentado me voy a dormir, que mañana será otro día.