El 1 de julio se cumplen
50 años de la proclamación de independencia de Ruanda y Burundi,
dos de los países más pequeños del continente africano cuya vida
política y social se ha desarrollado de forma paralela desde que
dejaron de ser colonias belgas. La historia reciente de ambos países
ha estado marcada por enfrentamientos étnicos que han causado
millones de muertos, desplazados y refugiados, pero también por un
evidente crecimiento económico que mantiene viva una tenue luz de
esperanza de cara al futuro.
Las trágicas imágenes
del genocidio ruandés que dieron la vuelta al mundo en abril de 1994
aun siguen en la memoria de muchos y hacen difícil desligar las
matanzas fratricidas entre grupos hutu y tutsi del devenir histórico
de estos dos países.
Tanto Ruanda como Burundi
viven hoy una relativa calma, aunque sea más una situación
artificial que un verdadero clima de paz y reconciliación. La
represión política que se vive en ambos países hace que la bonanza
económica se quede en unos simples números que, si bien pueden
tener repercusión en el bienestar material de la población, no
impiden que el fantasma de la guerra o de la violencia étnica siga
presente en la conciencia de la población. El proceso judicial sin
ningún tipo de garantías al que está siendo sometida la opositora
ruandesa Victoire Ingabire o las decenas de muertos en ataques
políticos denunciados por Human Rigts Watch en Burundi son buena
prueba de ello.
La memoria pesa demasiado
en la historia de los pueblos; y más aún cuando esa historia está
marcada por enfrentamientos y luchas cuyo origen está, sobre todo,
en la pertenencia étnica. El hecho de que en ambos países más del
80 por ciento de la población pertenezca a un grupo determinado no
facilita las cosas. Es cierto que el pasado colonial tuvo mucho que
ver, cuando Bélgica optó decididamente por dar formación
intelectual y poder político a uno de ellos. Pero ello no es excusa
para que ambas partes, con cinco décadas de independencia a sus
espaldas, no busquen caminos de reconciliación.
La historia de ambos
países también nos ha dejado ejemplos admirables de tolerancia,
fraternidad y respeto hacia el otro, más allá de su pertenencia
étnica o de su pasado. Muchos han sido los ruandeses y burundeses
que, siendo hutu o tutsi, han sabido dar prueba de respeto,
tolerancia y reconciliación. Más de uno ha sacrificado su vida por
ello. Si Ruanda y Burundi quieren avanzar y salir de ese estado
permanente de violencia -latente o real-, deben saber superar los
límites de las diferencias políticas, étnicas y sociales.
Por otra parte, la
cuestión étnica no es el único obstáculo que impide a estos dos
pueblos mirar hacia adelante con optimismo y determinación. Su
situación estratégica en la zona de los Grandes Lagos hace que sean
seguidos muy de cerca por todos los que con una actitud inmoral
codician los enormes recursos naturales que alberga el subsuelo de la
región más rica del continente africano. Es más, la violencia
étnica se ha convertido en una excusa para que el intervencionismo
de los países ricos -que se traduce la mayoría de las veces en
mirar para otro lado cuando se cometen matanzas indiscriminadas o en
culpar a unos u otros según convenga- siga presente 50 años después
de la independencia.
A pesar de todo, tanto
ruandeses como burundeses tienen en sus manos el devenir de su propia
historia. Son ellos y solamente ellos los que deben superar la
memoria del pasado y encaminarse hacia un futuro de hermandad e
igualdad.
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