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miércoles, 27 de febrero de 2013

Y la luz brilló

Durante las últimas semanas los ojos de todos los medios de comunicación, al menos en lo que a información sobre África se refiere, han fijado su mirada en Malí, un país convulso donde los acontecimientos se han ido precipitando tras la ocupación de buena parte de su territorio por los radicales islamistas y la rápida intervención francesa para detener su avance hacia el sur. 

Menos se ha hablado de la República Centroafricana, donde los acuerdos firmados entre el Gobierno y los grupos rebeldes reunidos entorno a la alianza Seleka no acaban de cumplirse y donde, una vez más, quien sufre las consecuencias es la población civil, sometida a toda clase de abusos, violencias y atropellos y cuya única esperanza es el compromiso de la Iglesia por seguir a su lado en estos momentos de dificultad. 

Muy pocos o casi ninguno, sin embargo, se han hecho eco del premio Sergio Vieira de Mello otorgado por las Naciones Unidas a Mons. Paride Tabán, obispo emérito de Torit y fundador del Poblado de la Paz de Kurón, en Sudán del Sur, y galardonado el mes pasado con el Premio Mundo Negroa la Fraternidad.

Mucho se ha hablado también de la renuncia al ministerio petrino de Benedicto XVI, un Papa que ha reconocido no tener ya fuerzas para guiar la nave de la Iglesia. Su renuncia ha levantado no pocos comentarios sobre la división interna que existe en el seno de la Curia romana. Salvo algunos medios eclesiales, pocos, sin embargo, han destacado los aspectos positivos de estos ocho años de pontificado. Sus dos viajes a África, la exhortación apostólica Africae Munus o los sínodos sobre África y sobre la nueva evangelización son, por citar algunos ejemplos, muestra de un pontificado enriquecedor para la Iglesia, especialmente la africana.

El tiempo litúrgico de Cuaresma, tiempo de conversión, de buscar lo negativo y lo oscuro de la vida humana para cambiarlo y transformarlo en luz renovadora, suele ser visto por muchos -incluso cristianos- como un tiempo sombrío en el que la oscuridad de la pasión y muerte de Cristo ocupan un lugar preponderante, olvidando que el centro del acontecimiento pascual no es la muerte de Jesús, sino su resurrección. Todo el camino cuaresmal está enfocado hacia una única realidad: la Vida del Resucitado que, con su triunfo sobre la muerte, da vida a la humanidad. Cuando todo parecía perdido y hasta los propios discípulos de Jesús habían sucumbido al miedo y la desazón, Dios abrió las puertas a una esperanza renovada y definitiva.

Es posible que los acontecimientos nos hagan pensar que vivimos en un mundo lleno de luchas de poder, de violencia y de muerte. Pero a pesar de ello, existe otra realidad, la de la esperanza. En el mundo de la política, en las relaciones entre los pueblos y las personas, en el seno de la Iglesia y en tantos y tantos lugares del mundo, hay signos incontestables de que existe vida más allá de la muerte y luz a pesar de tanta oscuridad. Si el resplandor de la Resurrección es capaz de anular las tinieblas de la muerte, las luces que hay en en el continente africano, en la sociedad, en la Iglesia, y en todos los ámbitos de la vida humana también tienen la fuerza suficiente para apagar cualquier atisbo de oscuridad, de guerra o enfrentamiento, sea donde sea. 

Por muy tenues que puedan parecer esas luces, sería injusto y deshonesto ignorarlas o dejar que se difuminen en un pesimismo inútil que no conduce a ninguna parte. Pascua es sinónimo de paso, de conversión, de transformación de todo aquello que alude a la muerte en signo de vida, de alegría y esperanza. Como seres humanos y como cristianos tenemos la grave responsabilidad de hacerlas brillar con todo su fulgor.

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