Pues sí,
nuestra escuela ya es una realidad. Vaya desde aquí y en nombre de nuestros
niños un gracias de corazón a todos los que lo han hecho posible. Explicar con
palabras lo que se siente al ver a esos críos tan contentos estrenando su nueva
clase es imposible.
Sin
embargo, no todo está hecho, ni mucho menos. Estas últimas semanas he podido
darme cuenta de que poner en marcha una escuela no es solo construir las aulas
y ya está. Hay mil y una cosas, cientos de detalles, algunos grandes, otros
pequeños, que se te escapan cuando eres novato en estas cosas y que solo con el
tiempo y a medida que los vas enfrentando vas aprendiendo y siendo consciente
de que una escuela en este rincón del mundo exige muchas cosas, no solo dinero.
Lo primero
fueron esas pequeñas cosas con las que tú no cuentas, pero que la monja, la
directora, experta ella en estas lides, te va diciendo. Hay que comprar escobas
y fregonas para limpiar las aulas, hace falta un pequeño tablón de anuncios en
cada clase para que los maestros puedan colgar las notas, informaciones, etc.;
un pequeño tablero en el que colgar las llaves de las aulas, del almacén, del
despacho… También se necesitan algunos cubos para el agua, algún banco o silla
para acoger a las visitas que puedan venir; todo eso sin contar con el material
escolar propiamente dicho, tanto para los alumnos como para los profesores
(bolígrafos, lápices, papel, reglas de madera, borradores para los encerados…).
Cada día aparecía una nueva cosa. Ya he perdido la cuenta de los viajes que me
he pegado para ir al mercado del centro de la ciudad, donde –por suerte– se
puede encontrar todo eso.
Pero lo más
duro estaba por venir. Aun no me he repuesto de la indignación que me causó, y
eso que llevo ya muchos años en estas latitudes y ya debería estar curado de
espantos. Cuando fuimos a buscar los libros para los niños, me encontré un
montón de sitios en los que los vendían. Lo curioso (por decirlo de alguna manera)
es que todos los libros tienen una gran etiqueta en la portada con letras rojas
que dice “prohibida su venta”. En principio los libros son subvencionados por
el Ministerio de Educación y deben ser gratuitos, pero ya se sabe, aquí, como
me decía el comerciante, “cada uno se las arregla como puede para ganar algún
dinero”. Tras discutir con el tipo, conseguí que me dejara los libros al precio
de 3 euros la unidad. Y no me quedó otra que ceder. Aquí las cosas funcionan
así, o pagas o tus niños no tendrán libros para aprender a leer y escribir.
Pero ahí no
acabó la historia. Al llegar a casa y
abrir los libros para ponerles el sello de nuestra escuela y evitar así que
sean robados y vendidos una vez más, nos dimos cuenta de que muchos de ellos ya
tenían el sello de otra escuela. Habían sido o robados o “desviados” y puestos
en el mercado sin el menor escrúpulo. Indignante ¿verdad? Pues os cuento más.
Cuando los compré, el comerciante no tuvo ningún problema en hacerme una
factura con todas las de la ley. Me quedé a cuadros. No sabía si reír, llorar o
echar las manos a la cabeza. Sí, así funcionan las cosas. Te venden mercancía
robada y encima te dan una factura para que justifiques cómo, cuándo, a quién y
dónde los has comprado. Difícil de asimilar para una mentalidad europea y
occidental como la mía, pero así es.
Al día siguiente
me fui a ver al comerciante y le dije que o me devolvía el dinero y se quedaba
con los libros o me iba derechito a la comisaría con la factura a poner una
denuncia. Su reacción fue de lo más “normal”. “Padre, me dijo, aquí las cosas
funcionan así. Yo no me di cuenta de que esos libros ya tenían el sello de otra
escuela. Dame 48 horas y te consigo los libros nuevos sin sellar”. La monja,
chadiana ella y más que acostumbrada a este tipo de aventuras, me aconsejó
aceptar. Y terminé aceptando, porque sé que si me voy a la comisaría entraré en
un círculo vicioso difícil de sortear, ya que en este país a veces es mejor
negociar con los propios ladrones que con la Policía.
Así está la
historia. Mañana iré a ver si el comerciante cumple su promesa y me da los 12
libros nuevos que nos faltan para que al menos podamos tener un libro por
pupitre (tres niños). Si lo logramos, será toda una proeza. Y después a esperar
a ver cuál será la próxima...
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