Quienes han vivido en África dicen que allí el sol no se pone, se cae. Debido a la latitud a la que se encuentra buena parte del continente, la caída del sol sobre el horizonte es tan rápida que casi se puede percibir su movimiento. En apenas unos minutos se pasa de la luz del atardecer a la negritud de la noche, mientras el cielo extiende con la misma rapidez su maravillosa alfombra estrellada sobre una bóveda que no parece tener fin.
En el río Zambeze, sin embargo, el sol ni se pone ni se cae; se recuesta suave y tiernamente sobre su margen derecho, al tiempo que su rostro se va maquillando progresivamente con todos los tonos imaginables, para pasar del amarillo brillante al púrpura más pálido.
Con un ritmo lento, suave, acompasado, se va deslizando por el horizonte al compás de una banda sonora que ningún músico será nunca capaz de componer: una hermosa y relajante nana entonada por la voz hipnotizadora del silencio vespertino del río.
Con un ritmo lento, suave, acompasado, se va deslizando por el horizonte al compás de una banda sonora que ningún músico será nunca capaz de componer: una hermosa y relajante nana entonada por la voz hipnotizadora del silencio vespertino del río.
Contemplar la majestuosidad del Zambeze, con sus impresionantes cascadas y sus pacíficos remansos, o poder acompañar al sol en su camino descendente hasta verlo adormecerse suavemente tras el margen occidental del río, es un regalo que no tiene precio, un privilegio para cualquier mortal y que aún conservo en la memoria como si hubiese sido ayer mismo.
Los pocos hipopótamos o cocodrilos que se dejan ver en el río, testigos cotidianos e indiferentes del espectáculo natural, enriquecen y dan un tono exótico al decorado de esta singular obra cuyo guión ha sido escrito y diseñado línea a línea por el Creador. Semejante belleza sólo puede ser obra de un auténtico Artesano que ha pensado hasta el más mínimo detalle y que, con la batuta de un gran maestro de ceremonias, dirige y da entrada a cada actor justo en el momento preciso.
Y como epílogo... el silencio. Un silencio solemne y sagrado apenas perturbado por el canto de algún pájaro rezagado en busca de cobijo para pasar la noche. Una sensación de paz y de sosiego capaz de esponjar el corazón más tenso lo inunda todo, mientras yo me siento como un niño que, al son de una canción de cuna, se acurruca en los brazos de su madre, dejándome llevar adormecido, confiado, sosegado.
Ese mismo sol que cada tarde se acuesta sobre el Zambeze, se levanta con la misma celeridad a la mañana siguiente para interpretar un nuevo compás de esta maravillosa sinfonía. El escenario cambia. Me encuentro unos kilómetros río arriba, justo ante las Cataratas Victoria, así llamadas en memoria de la que fue reina del Imperio Británico. Ya desde la carretera se oye el ruido de las cascadas, un murmullo tentador, antesala de lo que será un nuevo espectáculo.
Tomo el sendero que conduce a las cataratas y me dejo guiar por el sonido del agua, un murmullo que va subiendo en volumen e intensidad a medida que me acerco al primer mirador. Ante mi, una nueva obra de arte diseñada por el mismo Artesano que concibió la puesta de sol del día anterior: un acantilado de más de 100 metros de altura por el que toneladas de agua se precipitan constantemente al vacío dando lugar a una inmensa cortina de agua y vapor. Mientras, el silencio del anochecer da paso a un trueno ensordecedor.
Los actores son los mismos, pero cada uno interpreta ahora una partitura diferente. La quietud del agua de la tarde anterior da paso a un "crescendo" majestuoso que, a medida que me acerco a la catarata, se va transformando en un impresionante redoble de tambores acuáticos producidos por el pertinaz golpear del agua sobre el basalto. Pulverizada tras semejante choque, esa misma agua sube como una columna de humo, llegando a alcanzar los 800 metros de altura.
Aquel remanso inofensivo que me adormecía la tarde anterior se transforma ahora en una bulliciosa corriente cuya fuerza impresiona al más valiente y se hace oír a kilómetros de distancia. Con razón los locales la llaman "Mosi-oa-Tunya", el humo que truena. El mismo río que la tarde anterior transmitía sosiego y paz, se convierte de pronto en incansable fuente de energía vital que inunda el ambiente y penetra las entrañas del que se acerca a escucharlo y contemplarlo.
Por su parte, la luz tenue y rosada del sol que se reflejaba anoche en las calmadas aguas del río, se transforma por la mañana en deslumbrante claridad que lo inunda absolutamente todo. La inmensa nube de agua vaporizada que remonta desde lo más profundo del acantilado se deja atravesar por los primeros rayos de sol dando lugar a una singular danza de arcoiris, invitado de lujo a la ceremonia y que compite en belleza y originalidad con los reflejos del atardecer sobre la superficie del río. Aire, agua y sol se unen en armonía perfecta para interpretar esta verdadera sinfonía de la creación.