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martes, 21 de diciembre de 2010

Mejillones y citronela


Se acerca la Navidad. En estas fechas, no sé por qué, pero me acuerdo siempre de cómo las celebraba estando en Chad. A parte del turrón que me enviaban mis colegas combonianos desde España y del que puntualmente me mandaba cada año mi santa madre, no tenía ningún otro dulce navideño que llevarme a la boca para festejar unas fechas tan entrañables y en las que la morriña se hacía más fuerte que nunca.

A lo largo del año disfrutaba de vez en cuando de los paquetes que mi familia me hacía llegar -no sé cómo, porque el correo chadiano funciona de aquella manera- en los que nunca faltaba una botellita de aguardiente de Chantada y media docenita de chorizos de mi pueblo bien envasados al vacío. Aquello suponía el mejor de los regalos que uno podía recibir y daban pie para organizar alguna que otra velada de lo más agradable, sobre todo gracias al aguardiente.

Recuerdo un año en el que uno de mis hermanos se empeñó en meter en el paquete navideño una lata de mejillones, una de esas latas de toda la vida, de las de mejillones en escabeche. Cuando abrí el paquete y la vi me eché a reir. ¡Vaya ocurrencia! Me dije. Sólo mi hermano podía ser capaz de semejante cosa. Lo que no me imaginaba era lo mucho que esa lata me haría gozar; tanto que aún hoy lo recuerdo.

El día de Nochebuena la abrí. Tenía ocho mejillones, ni uno más ni uno menos. Cuando hay escasez, uno cuenta hasta eso. Entre mi amigo Luigi (mi viejo compañero de misión) y yo nos los ventilamos en un santiamén, cuatro cada uno. Estaban de película. Aún tengo en la memoria el sabor que aquellos mejillones dejaron en mi boca. Nunca en la vida había disfrutado tanto una cosa a la que debería estar ya más que acostumbrado. Anda que no tengo abierto y comido cientos de latas como aquella... Sin embargo, el hecho de estar tan lejos de mi tierra y de no saber lo que era un mejillón desde hacía un par de años, hizo que aquella lata me supiera a gloria.

Cuando terminamos, cogí la lata y en un gesto rutinario e instintivo fui a tirarla a la basura. Por el camino la miré y vi la salsa que quedaba dentro, esa salsita rojiza, con su pedazo de laurel todavía dentro y todo. Me dije que era una pena tirarla, porque a saber cuando volvería a tener otra entre mis manos. Sin pensarlo dos veces, volví atrás y la metí en la vieja nevera a petróleo que teníamos en la misión.

Al día siguiente, día de Navidad, antes de comer fui a la nevera, cogí la lata y con un pedazo de pan rebañé la salsa que había dentro. Juro que nunca un poco de escabeche de mejillón me supo tan rico como aquello. Y dí gracias a Dios por la ocurrencia de mi hermano de meter la lata en el paquete. Es increíble cómo una simple lata de mejillones puede hacer tan feliz a una persona. Ahora, cada vez que abro una y noto en mi paladar el sabor del escabeche, recuerdo con una cierta nostalgia la que me comí en el Chad.

Ahora que estoy en España me pasa a la inversa. Un compañero me trajo hace tiempo una mata de citronela, una hierba que abunda en África y con la que se hace una infusión muy sabrosa y saludable. En Chad la tomábamos todas las noches, después de cenar. La tengo en una maceta y de vez en cuando corto un par de hojas para hacerme la infusión. Cuando noto su sabor, me vienen los mismos sentimientos y rebrota la nostalgia. ¡Cuántos recuerdos! Hasta me sabe mucho mejor aquí que cuando estaba allí.

La conclusión que saco de todo esto es que sólo apreciamos realmente lo que tenemos cuando carecemos de ello, por muy paradójico que pueda parecer. Yo descubrí el verdadero sabor de los mejillones en escabeche en Chad, gracias a aquella famosa lata. Y precisamente ahora que no estoy allí, es cuando más disfruto el sabor de la citronela africana. Cuan sabia es la vida, que nos enseña a disfrutar y apreciar las cosas justo cuando carecemos de ellas....

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