Se acerca la Navidad. En estas fechas,
no sé por qué, pero me acuerdo siempre de cómo las celebraba
estando en Chad. A parte del turrón que me enviaban mis colegas
combonianos desde España y del que puntualmente me mandaba cada año
mi santa madre, no tenía ningún otro dulce navideño que llevarme a
la boca para festejar unas fechas tan entrañables y en las que la
morriña se hacía más fuerte que nunca.
A lo largo del año disfrutaba de vez
en cuando de los paquetes que mi familia me hacía llegar -no sé
cómo, porque el correo chadiano funciona de aquella manera- en los
que nunca faltaba una botellita de aguardiente de Chantada y media
docenita de chorizos de mi pueblo bien envasados al vacío. Aquello
suponía el mejor de los regalos que uno podía recibir y daban pie
para organizar alguna que otra velada de lo más agradable, sobre
todo gracias al aguardiente.
Recuerdo un año en el que uno de mis
hermanos se empeñó en meter en el paquete navideño una lata de
mejillones, una de esas latas de toda la vida, de las de mejillones
en escabeche. Cuando abrí el paquete y la vi me eché a reir. ¡Vaya
ocurrencia! Me dije. Sólo mi hermano podía ser capaz de semejante
cosa. Lo que no me imaginaba era lo mucho que esa lata me haría
gozar; tanto que aún hoy lo recuerdo.
El día de Nochebuena la abrí. Tenía
ocho mejillones, ni uno más ni uno menos. Cuando hay escasez, uno
cuenta hasta eso. Entre mi amigo Luigi (mi viejo compañero de
misión) y yo nos los ventilamos en un santiamén, cuatro cada uno.
Estaban de película. Aún tengo en la memoria el sabor que aquellos
mejillones dejaron en mi boca. Nunca en la vida había disfrutado
tanto una cosa a la que debería estar ya más que acostumbrado. Anda
que no tengo abierto y comido cientos de latas como aquella... Sin
embargo, el hecho de estar tan lejos de mi tierra y de no saber lo
que era un mejillón desde hacía un par de años, hizo que aquella
lata me supiera a gloria.
Cuando terminamos, cogí la lata y en
un gesto rutinario e instintivo fui a tirarla a la basura. Por el
camino la miré y vi la salsa que quedaba dentro, esa salsita rojiza,
con su pedazo de laurel todavía dentro y todo. Me dije que era una
pena tirarla, porque a saber cuando volvería a tener otra entre mis
manos. Sin pensarlo dos veces, volví atrás y la metí en la vieja
nevera a petróleo que teníamos en la misión.
Al día siguiente, día de Navidad,
antes de comer fui a la nevera, cogí la lata y con un pedazo de pan
rebañé la salsa que había dentro. Juro que nunca un poco de
escabeche de mejillón me supo tan rico como aquello. Y dí gracias a
Dios por la ocurrencia de mi hermano de meter la lata en el paquete.
Es increíble cómo una simple lata de mejillones puede hacer tan
feliz a una persona. Ahora, cada vez que abro una y noto en mi
paladar el sabor del escabeche, recuerdo con una cierta nostalgia la
que me comí en el Chad.
Ahora que estoy en España me pasa a la
inversa. Un compañero me trajo hace tiempo una mata de citronela,
una hierba que abunda en África y con la que se hace una infusión
muy sabrosa y saludable. En Chad la tomábamos todas las noches,
después de cenar. La tengo en una maceta y de vez en cuando corto un
par de hojas para hacerme la infusión. Cuando noto su sabor, me
vienen los mismos sentimientos y rebrota la nostalgia. ¡Cuántos
recuerdos! Hasta me sabe mucho mejor aquí que cuando estaba allí.
La conclusión que saco de todo esto es
que sólo apreciamos realmente lo que tenemos cuando carecemos de
ello, por muy paradójico que pueda parecer. Yo descubrí el
verdadero sabor de los mejillones en escabeche en Chad, gracias a aquella
famosa lata. Y precisamente ahora que no estoy allí, es cuando más disfruto el
sabor de la citronela africana. Cuan sabia es la vida, que nos enseña a disfrutar y apreciar las cosas justo cuando carecemos de ellas....
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