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martes, 14 de diciembre de 2010

Invitados de honor

Los que han visitado algún país tropical saben cómo son las lluvias por aquellos lares: fuertes, con frecuencia torrenciales; muy cortas a veces, pero muy localizadas. En Chad no nos escapábamos de esa dinámica, por lo que cuando llovía casi todas las actividades se paraban, incluso la Misa.

En mi querida parroquia de San Daniel Comboni, solía celebrar la Misa todos los días a las cinco y media de la mañana, salvo cuando llovía, claro. Una hermosa y sonora campana (a la que hace poco dediqué este blog) se encargaba de despertar a las cinco en punto a todo el vecindario para anunciar a los cristianos que era la hora de levantarse para alabar al Señor. Cuando llovía, el encargado de tocar la campana se quedaba bien guarecido, porque sabía que aunque tocase la gente no iba a venir, y así se evitaba una buena mojadura en balde.

Un día, uno de esos tantos días en que la caprichosa meteorología estaba de juerga, empezó a llover a las cuatro de la mañana. Era tan fuerte que el ruido que hacía al golpear las láminas de zinc del tejado me despertó. Sin embargo, a las cinco menos diez, la lluvia se paró, como si Dios hubiese cerrado el grifo para no quedarse ese día sin su alabanza cotidiana (de hecho, lo solía hacer a menudo).

A las cinco en punto sonó la campana, como es de precepto, y me levanté para preparar la Misa. Los antojos de la climatología hicieron que justo cuando estaba abriendo la puerta de la iglesia, la lluvia empezase a caer de nuevo, esta vez con más fuerza que nunca. ¿Qué hacer? La campana ya había sonado y era posible que alguien viniera. Por otra parte, ante el aguacero que estaba cayendo me daba pereza volver a casa y ganarme una buena mojadura con su consiguiente riesgo de catarro. Así que me metí en la iglesia y me senté en un banco a esperar que pasara el chaparrón.

A las cinco y cuarto, veo entre las sombras una figura que entra por la puerta. Era “mama” Jeanne, una anciana de la parroquia que venía a Misa todos los días, la más fiel de todos los cristianos (a ella le dediqué también uno de estos blogs). Seguro que la lluvia la había pillado en el camino. Vivía lejos y necesitaba su tiempo para venir. Estaba completamente empapada y tiritando de frío. Se sentó a mi lado y los dos esperamos.

Cinco minutos después, otra sombra tiritante entraba, a su vez, también en la iglesia: era el viejo François, un abuelo que para andar dos pasos necesitaba veinte minutos, como si sus ya cansadas piernas recibiesen con retraso las órdenes de su cerebro. La lluvia tampoco se apiadó de él. Se había bautizado el año anterior y, desde entonces, todos los días era de los primeros en llegar a su fiel cita con el Señor. Entró, dejó su bastón a un lado y se puso a rezar.

Detrás de él entró (por supuesto, también empapada) Rosalie, una mujer coja y manca, desfigurada por una enfermedad de nacimiento. Entró, como de costumbre, arrastrando su pierna mala y con su brazo seco en cabestrillo. Se sentó en un banco y se puso a esperar, como los demás. Ya éramos cuatro.

A las seis menos cuarto miré a mi curiosa “feligresía” y me dije que ya que habían hecho el esfuerzo de venir, lo menos que podía hacer era celebrar la Misa para ellos. Y me fui a preparar el altar. En ese momento entró en la sacristía Alice, una cristiana que solía venir también a la Misa de la mañana -una de esas mujeres de armas tomar a las que dediqué otro blog-. Me preguntó: «Padre, ¿vas a celebrar la Misa? Pero si no hay nadie. Con esta lluvia la gente no va a venir». Le mostré a nuestros tres fieles tiritando de frío y le dije: «La gente ya ha venido». Me sonrió de manera cómplice y me ayudó a preparar todo para la celebración.

Y celebramos la Misa, una Misa sencilla, en familia, que nos llenó de calor y nos hizo olvidar la incómoda sensación del cuerpo mojado. Entonces pensé en el pasaje del Evangelio en el que el Amo de la casa invita a su fiesta a los pobres y los mendigos. ¡Qué cierto es eso de que en la misión el Evangelio se hace como más real!

Creo que fue la Misa más hermosa que he celebrado desde que soy sacerdote. Dios nos reunió y compartió con nosotros su Pan y su calor. Después de la Misa nos quedamos un rato charlando y, cuando el cielo escampó, cada uno se volvió a su casa, con el cuerpo mojado y muerto de frío, pero con el corazón lleno de calor por haber tenido el privilegio de haber sido los invitados de honor en la fiesta de nuestro Dios.

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