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miércoles, 8 de septiembre de 2010

Mamá Jeanne

Me dolió en el alma recibir la noticia de su muerte. Habían pasado ya unos cuantos años desde que dejé el Chad; pero aún en la distancia la seguía recordando, especial-
mente cuando leía el famoso texto evangélico del óbolo de la viuda. Ya saben, aquella pobre mujer que echó en el cesto de las limosnas lo poco que tenía para vivir mientras los ricos dejaban lo que les sobraba, seguramente más por quitarse el estorbo del bolsillo que por solidaridad con sus semejantes.

No tenía lo que se dice un duro. Vivía en un chamizo  que le había construido su comunidad cristiana porque, por no tener, no tenía ni con qué alumbrar el fuego para cocer el arroz que le dábamos en la parroquia. Y, sin embargo, siempre tenía una moneda para echar en la cesta de la colecta de cada domingo.

Solía limpiar las hierbas del patio de la misión. Un día Tere, una de las Hermanas le dio un abrigo en uno de cuyos bolsillos metió unas monedas para pagarle su esmerado trabajo. Al llegar a casa y ver las monedas, pensó que la Hermana las había olvidado dentro, por lo que sin pensarlo dos veces, retornó sobre sus pasos para devolver lo que creía que no era suyo.

La cosa no quedó ahí. Cuando la Hermana Tere le dijo que era el pago por su trabajo, que era suyo porque se lo había ganado, se puso a dar saltos de alegría porque ya tenía para dar su cotización a la parroquia y para echar su moneda en la Misa del siguiente domingo.

Porque, eso sí, Mamá Jeanne no faltaba nunca a Misa, ni siquiera a la Misa diaria, la que celebrábamos a las cinco y media de la mañana -bonita hora de celebrar la Eucaristía, por cierto- para que la gente tuviese tiempo de ir a trabajar al campo. Siempre era la primera en llegar a la iglesia, apoyada en su bastón y enseñando lo que quedaba de su vieja dentadura con una abundante y espléndida sonrisa.

Recuerdo una mañana que llovía a cántaros. Ya me había hecho a la idea de que nadie vendría para la Misa. Y allí estaba ella, como si nada, calada hasta los huesos, muerta de frío, pero apoyando su dentada sonrisa en el bastón y esperando a que abriera la iglesia para poder entrar y refugiarse del diluvio que estaba cayendo. Creo que fue la Misa más hermosa que celebré durante los ocho años que pasé en Chad.

Cada vez que regresaba de visitar alguno de los 52 poblados de la parroquia allí estaba ella, esperándome para preguntarme cómo me había ido. No me cabe ninguna duda de que había rezado para que hiciese un buen viaje. De hecho, en los ocho años que estuve allí, nunca tuve ningún percance de consideración; y eso que viajes hice unos cuantos y las carreteras no son precisamente autopistas. Sin duda Dios escuchaba siempre sus oraciones.

Cuando me llegó la hora de dejar el Chad y volver a la madre patria, vino a despedirse. Puso su mano en mi hombro, sopló en mi oreja siguiendo la costumbre chadiana y me dijo simplente "Mbay au seí"  (que Dios te acompañe). Yo le respondí: "Mbay isi seí" (Que Dios permanezca contigo).
Dios permaneció con ella y ahora, sin duda, ella permanece con Dios para siempre.

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