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jueves, 16 de septiembre de 2010

Tenía que ser un granero

Recién estrenada mi nueva casa en el llamado "quartier des forgerons" (el barrio de los herreros), en la ciudad de Doba, en el sur del Chad, me puse manos a la obra para acondicionarla como novio recién casado buscando su ajuar.

Encontrar en una pequeña ciudad del Chad los enseres necesarios para una casa digamos "normal", tal y como la concebimos en Europa, no es sencillo. Necesité más de una semana rebuscando en los mercadillos locales para poder hacerme apenas con media docena de cubiertos (cucharas, cuchillos, tenedores, platos, tazas...) sin los cuales parece que los blancos no sabemos vivir.

Lo de las sábanas, toallas y demás piezas de lencería fue aun más complicado. No sólo me costó dar con ellas, sino que me hicieron falta grandes dosis de paciencia y buen hacer con un comerciante árabe para comprarlas a un precio razonable. Vivir como un blanco en una pequeña ciudad del corazón de África, aparte de complicado, suele ser bastante caro.

Pero el mayor problema vino cuando terminamos de construir la pequeña capilla de la comunidad. Si encontrar cubiertos culinarios fue complicado y vestir las camas casi imposible, no quería ni imaginar lo difícil que me iba a resultar encontrar un sagrario para el oratorio. Hacerlo llegar de Europa estaba descartado -además de por una cuestión de estética, por la dificultad pecuniaria y de transporte-. Quería tener algo "del lugar", algo que se conjuntase con el entorno, con la cultura en medio de la cual iba a vivir los próximos años y que se adaptase dignamente a la finalidad a la que iba a ser destinado.

Decidí no complicarme la vida y opté por lo más sencillo: acudir a algún artista local para que me tallase una pequeña cabaña africana, habilitada con una pequeña puerta y su correspondiente llave. No sería nada original, pero quedaría bien y, sobre todo, sería un sagrario "inculturado".
Aconsejado por mis compañeros de una misión vecina, ya con años y experiencia en esas lides, acudí a un artesano que ellos me recomendaron. Según me dijeron, era muy bueno en el arte de tallar la madera y ya había hecho varios sagrarios para otras misiones y capillas. Como el precio no era demasiado excesivo, se lo encargué.

Al cabo de un par de meses me acerqué a su taller para ver cómo iba mi cabaña. La talla estaba casi terminada, pero había algo que no me cuadraba. Más que una cabaña,  aquello se asemejaba más bien a un granero local, una especie de canasta sostenida por cuatro palos que la aíslan del suelo.

¿Qué es esto? le pregunté, aunque ya intuía la respuesta.
-Un granero, ¿no lo ves? Me contestó casi molesto por mi ignorancia.
-Pero yo te había encargado una cabaña, una de esas que usamos en la misión para hacer de sagrario.
-Ya lo sé. Pero en el pedazo de madera que utilicé estaba este granero, me respondió con toda la naturalidad del mundo.

En la concepción africana del arte, la materia prima que se utiliza para hacer una talla contiene ya en su interior la pieza a tallar. La labor del artista consiste en saber descubrir esa figura escondida y sacarla a la luz. Un escultor africano nunca talla lo que quiere, sino lo que su trozo de madera le sugiere.

Yo sabía que por mucho que discutiera con aquel hombre, no iba a convencerle de lo contrario. Aquel trozo de madera contenía en su interior un granero. Y a fe que el buen tipo se esmeró en sacar a la luz toda su belleza y expresividad. Era un granero precioso... pero no era la cabaña que yo quería (mentalidad europea la mía, pensé después).

-Yo no frecuento demasiado vuestra Iglesia, empezó a explicarme el padre de aquella maravilla, pero creo entender que lo que guardáis ahí dentro es una especie de pan que coméis durante la Misa y que consideráis como vuestro alimento sagrado. Aquí, en Chad, nunca guardamos el mijo -alimento básico y pan cotidiano de los chadianos- en el interior de la cabaña. Lo almacenamos siempre en el granero, porque ése es su lugar y porque está mejor resguardado. Si lo que realmente quieres guardar aquí es tu Pan Sagrado, lo más lógico es que sea un granero y no una cabaña.

¡Toma lección de catequesis! me dije para mis adentros. Aquel buen hombre que no frecuentaba demasiado la Iglesia me había dado una hermosa lección de teología y de inculturación como nunca la había recibido en mis años de formación. Le pagué con gusto y me llevé mi granero, convencido de haber encontrado el lugar ideal para guardar "mi pan", el Pan que alimentaría mi espíritu y me daría fuerzas para el trabajo que me esperaba en medio de un pueblo pobre en lo material, pero enormemente rico en sabiduría y bondad.

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