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jueves, 13 de enero de 2011

Babá Charles

Uno de los primeros blogs que escribí iba dedicado a mamá Jeanne, una anciana de la parroquia en la que trabajé cuando estuve en Chad y a la que recuerdo con gran cariño y admiración.

Quisiera recordar ahora a otro anciano, el viejo Charles -"babá" Charles, como le llamábamos todos-, uno de los ancianos más respetados de la parroquia y de la ciudad.

A diferencia de mamá Jeanne, Charles vive en una casa bastante decente. No es que sea rico, pero tampoco le falta de qué vivir. Es un comerciante nato. A su almacén de bebidas y refrescos acude mucha gente para comprar cerveza, coca cola y alguna que otra botella de whisky. No niego que también el personal de la misión éramos clientes suyos, ya que nos gustaba tener en la nevera alguna botella de refresco o de cerveza bien fresca para los momentos especiales.

Se llevaba a las mil maravillas con Luigi, mi compañero de misión (algún día escribiré sobre él), un viejo misionero italiano curtido por más de 40 años de servicio misionero en África, pero que conserva un espíritu tan sano y humano que da gusto vivir y trabajar con él. Me encantaba verlos juntos, como el día que la comunidad de Charles tuvo su retiro de Cuaresma. Los dos fueron juntos y regresaron juntos, caminando uno al lado del otro los más de cinco kilómetros que hay hasta el lugar del retiro en un descampado a las afueras de la ciudad.

Cuando eres blanco y estás en África, te das cuenta de que la gente te trata de una manera especial, sobre todo al principio, cuando no hay ese conocimiento mutuo que da pie a una cierta confianza. Solo los ancianos tienen la libertad y la sabiduría que dan los años para hablar de ciertos temas. Babá Charles tenía la costumbre de invitarme de vez en cuando a comer o a cenar. Lo hacía sobre todo para darme sus consejos.

Cada vez que me invitaba yo sabía que era porque tenía algo que decirme. Siempre agradecí su manera de hacerlo, porque al tiempo que me hablaba con claridad cuando veía que yo había hecho o dicho algo que no era del todo correcto, me trataba con el respeto que, según él, "se merece el pastor de la parroquia". Muy al estilo de los ancianos africanos, nunca me dijo una palabra más alta que la otra, sino que con toda franqueza y una delicadeza exquisita, sabía encontrar las palabras y el tono justo que cada cuestión exigía.

Otras veces era yo el que, sin avisar, me presentaba en su casa para consultarle alguna duda o alguna cuestión que no veía clara. Una cosa que me marcó mucho en Chad fue esa hermosa costumbre de la acogida. Allí eso de marcar día y hora para una cita no existe. Si necesitaba hablar con él bastaba con presentarme en su casa. Su puerta siempre estaba abierta, el taburete preparado y su mujer dispuesta a preparar un vaso de té y tostar unos cacahuetes. En más de una ocasión me encontraba allí con otras personas de la parroquia que también habían ido a su casa buscando, como yo, un consejo. Nunca  rechazó a nadie.

Hace poco pregunté por él. Me dijeron que aun vivía y que a pesar de que el tiempo va haciendo mella en él, ahí sigue, con su bastón en la mano y la cadera medio torcida  desde que lo atropelló una moto. Ha perdido mucha vista, pero sigue teniendo la misma sabiduría y templanza de siempre; y es que la vejez, en lugar de ser un problema, en África es, paradógicamente, una hermosa fuente de vida.

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