No hace mucho quise hacer en este blog un pequeño homenaje a mi amigo Luigi, un misionero italiano, viejo lobo de mar con más de ochenta tacos a sus espaldas, pero al que los años no han quitado un ápice de la lucidez y gran sabiduría que tienen todos los ancianos. Tuve la suerte de convivir seis años con él, durante buena parte de los cuales fuimos los únicos miembros de la comunidad. Él con sus setenta y pico primaveras y yo todavía disfrutando por entonces de la treintena -¡dónde va ella!-. Formábamos un equipo un tanto especial, pero que se complementaba milagrosamente bien. En esta ocasión quiero contar una de tantas anécdotas que marcaban nuestro vivir cotidiano.
Durante el tiempo que viví en Chad, sufrí en mis propias carnes -que no eran muchas, por cierto-, los efectos del calor. Mi principal problema siempre fue la deshidratación. Sudé lo que nunca he sudado en mi vida. Perdía líquidos a chorros y constantemente necesitaba beber. Y por si fuera poco, la falta de sales minerales hacía que por mucha agua que bebiese, siempre tenía sed. Mi buena madre, preocupada porque su hijo se estaba quedando en los huesos, me envió una receta que le pidió a su médico de cabecera para que pudiese fabricarme un suero de rehidratación casero, a base de bicarbonato, sal, azúcar y zumo de limón; sencillo de preparar y cuyos ingredientes eran fáciles de encontrar en Chad.
Pero lo más incómodo era tener que levantarme por las noches. No era raro que me despertase tres o cuatro veces envuelto en un charco de sudor, con la boca reseca y el cuerpo molido y pegajoso, no sé si por el calor, por la falta de agua o por las dos cosas a la vez. Siempre me llevaba a mi cuarto un termo con dos litros del citado suero casero. El termo lo mantenía fresco, aunque apenas me duraba un par de horas. No era raro que a las tantas de la madrugada me tuviese que levantar para rellenarlo. Salía de mi cuarto e iba al comedor, donde teníamos un viejo frigorífico que era -cómo no- el electrodoméstico más apreciado de la casa, y eso que de eléctrico no tenía nada, porque era de esos que funcionan con una bombona de butano. La única electricidad que teníamos eran las pilas de la linterna y los dos paneles solares que cargaban una batería para tener algo de luz en las habitaciones.
La historia viene porque muchas veces me encontraba con Luigi en el pasillo. Al principio parecía pura coincidencia. Nos decíamos mutuamente -más dormidos que despiertos- algo así como "mmnas noches" y cada uno retornaba a su cuarto. Pero llegó un momento en que aquello de cruzarnos en el corredor a altas horas de la madrugada se hizo tan frecuente que pasó a ser una costumbre. Una noche Luigi se paró, me miró y me preguntó intrigado: ¿Qué haces levantado siempre a estas horas?
-Voy a beber. Le respondí. Este calor no me deja dormir y el agua fresca del termo no me dura nada. ¿Y tú? le respondí con la misma curiosidad.
Se echó a reír, me dio una palmadita en el hombro y me dijo con toda la naturalidad del mundo: "Yo, a mear, amigo mío, yo a mear. Cada uno con lo suyo. Son cosas de la edad".
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