Nuestra casa de Madrid acogió a varios
grupos de peregrinos que vinieron de África para la JMJ. Algunos se alojaron con nosotros, otros simplemente vinieron para saludar. Entre estos últimos, un grupo de chadianos que nos conocían y a los que me hizo ilusión ver de nuevo, ya que despertaron en mi
la añoranza de los ocho hermosos años que pasé en ese país del
corazón de África.
Tuve la tentación de cruzar con ellos algunas
palabras en Nganbay, la lengua que se habla en la misión donde trabajé y de la
que tanto me costó aprender los elementos mínimos para una escueta
conversación. Sin embargo, me faltó valentía para hacerlo al constatar con una cierta frustración lo mucho que he
olvidado de ella. Eso me recordó mis primeros meses en la misión,
cuando le dedicaba horas y horas y no acababa de ver los frutos.
Desde mi llegada me había metido en
serio con ella. Recuerdo que fue una experiencia de lo más
frustrante. Me podía pasar horas enteras estudiando para luego
constatar que la gente no se enteraba de nada cuando le hablaba. El
Ngambay es una lengua tonal, por lo que además de aprender el
significado de las palabras hay que conocer a la perfección el tono
de las sílabas correspondientes. Una dificultad añadida es la misma
construcción de las frases, ya que la concepción de la realidad y
de las cosas sigue criterios que para un europeo como yo eran algo
totalmente nuevo y desconocido.
En la cultura Ngambay -y en su lengua-
todo gira en torno al cuerpo humano. La expresión “repetir”, por
ejemplo, se dice “seguir las huellas de la voz”; la copa del
árbol es la cabeza del árbol, las hojas son las orejas y las raíces
los pies; la puerta es “la boca de la casa”, las ventanas los
ojos y así todo lo demás. Para decir que estoy contento tengo que
decir que “mi vientre está dulce”; y para expresar mi fe o
confianza en alguien tengo que “poner mi vientre sobre su cabeza”...
Con esta manera de elaborar frases y
expresiones los textos litúrgicos son de lo más variopinto, aunque
también una hermosa manera de expresar el sentido de la vida y de la
confianza en Dios. Dios es aquel que “tiene los huesos fuertes”
(el todopoderoso), el que “tiene el vientre blanco” (santo) o
aquel con quien y por quien “hacemos sonar los cuernos”
(glorificamos y alabamos). También es el que “deja atrás nuestros
pecados” (nos perdona) o quien “tiene siempre sus ojos puestos
sobre nuestras cabezas” (nos cuida y protege).
Hacer memoria de aquellos primeros
pasos y de aquellas primeras frustraciones me ayudó a comprender
también la continua sorpresa de los peregrinos que, por primera vez
en su vida, salían de su terruño africano y se aventuraban en una
gran urbe como es Madrid. Un día me fui a dar una vuelta por la
ciudad y me encontré con algunos de ellos, con los que pude cruzar
unas palabras. Recuerdo concretamente un pequeño grupo que venía de
Malí y de Burkina Faso. Estaban tan sorprendidos de tantas cosas que
sus mentes no lograban asimilar tanta novedad: desde las escaleras
mecánicas del Metro hasta las fuentes del parque del Retiro,
milagrosas según ellos, porque echaban agua constantemente y no se
veía el río por ninguna parte.
Y comprendí muy bien su sorpresa y sus
sentimientos, porque también yo, cuando llegué a África por
primera vez, experimenté la sensación de ver que todo era nuevo para mi. Fue como haber puesto el
cuentaquilómetros a cero y empezar todo de cero, con la dificultad que eso supone, pero también con la sensación de irme enriqueciendo cada día un poco más. El estudio de la
lengua fue sólo un aspecto de ese gran esfuerzo por cambiar mi
mentalidad y mi propia manera de ver y analizar las cosas: la
concepción del tiempo, de las relaciones humanas; el sentido de la
paciencia y tantas otras cosas, sin contar las enfermedades o la
alimentación, que merecerían un capítulo aparte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario