Uno
de esos días en que me tocaba visitar varios poblados, no quise
regresar a casa sin visitar a Jonás Saingar, un maestro
septuagenario que vive justo detrás de la misión. Había perdido
hace poco a uno de sus innumerables nietos y lo menos que podía
hacer era pararme un rato para saludarle y darle el pésame.
Desde
que había recibido el bautismo no era el mismo hombre. Es como si
hubiese recuperado su juventud. Siempre atado a su bastón, apenas
lograba caminar con sus piernas débiles y torcidas. Había
sobrevivido a dos operaciones y a no sé cuántas estancias en el
hospital, pero todos los viernes de Cuaresma era el primero en llegar
para el Vía Crucis y no se perdía ni una Misa matinal por muy
temprana que fuese. Cada año, cuando hacíamos el retiro de Cuaresma
a tres kilómetros de la ciudad, era el primero en tomar su viejo
bastón y ponerse en camino.
Hablé
un buen rato con él. Había pasado casi toda su vida enseñando a
los demás y me confesaba que no es fácil enseñar hoy a los
jóvenes. “Ya no es lo mismo –me decía–. Antes el maestro
tenía una cierta autoridad, ahora los jóvenes ya casi no nos
escuchan”. De hecho, me habló de sus propios hijos y,
concretamente de una de sus hijas, que se había ido a vivir con un
hombre sin haber celebrado el matrimonio. Según la tradición, el
marido tiene que pagar la dote o, al menos, mostrar un interés por
la familia de su mujer. Hablamos largo rato sobre el asunto. Su hija
debería recibir el bautismo aquel mismo año, pero Jonás se oponía
porque ni ella ni su marido mostraban excesivo interés por arreglar
su situación matrimonial, ni con la Iglesia ni con la tradición.
“Yo me bauticé de viejo –me dijo orgulloso–. Ella es joven y
tiene todavía que comprender qué significa ser cristiano y vivir
como cristiano”.
Como
casi todos los ancianos africanos, Jonás tenía una nutrida familia
a su alrededor. Su casa estaba siempre llena de gente. Cuando le
propuse hacerle alguna fotografía para que en España pudieran
conocer a uno de los ancianos ilustres de la parroquia, convocó a
todos, se puso su mejor traje y me dijo: “Ya estoy listo, Padre.
Cuando usted quiera puede filmarme”. Después de una buena sesión
de fotografía, me preguntó por mi familia y se quedó un poco
sorprendido de que mi padre sólo haya tenido cinco hijos. Pero
cuando le dije que mi abuela tuvo más de cincuenta nietos y
biznietos, se quedó más tranquilo. Para un anciano africano, la
descendencia es algo muy importante, porque sus hijos y sus nietos
son toda la riqueza que tienen y, de alguna manera, la herencia que
dejan cuando se va a reunir con los antepasados.
Cuando
llevábamos conversando un rato, llamó a una de sus hijas y le dijo
que me sirviera un vaso de té. Entonces la conversación empezó a
ir por otros derroteros. Jonás empezó a sacar su vena de maestro y
con una delicadeza que sólo dan las canas empezó a darme una serie
de consejos. “Padre –me dijo casi en voz baja–, el otro día
hiciste algo que no está bien”. Le pregunté qué había hecho,
pensando en alguno de los innumerables errores que seguía cometiendo
a pesar de ir conociendo ya unas cuantas cosas de la mentalidad
ngambay. “El domingo pasado –susurró–, tu camisa estaba rota
cuando viniste a decir la Misa, y eso no es bueno. El domingo es el
día del Señor y tenemos que estar todos bien vestidos”. En África
es muy fácil que se te haga un roto en el pantalón o en la camisa,
y al final, acabas acostumbrándote a ello. Sin embargo, para la
gente, el día de fiesta es un día muy especial, y el párroco tiene
que ser el primero en vivirlo.
Aquella
pequeña corrección de Jonás me hizo pensar. Más que por el
“error” en sí, por la forma de decírmelo. No es normal que la
gente se atreva a corregirte, y menos aún si eres un blanco. Sólo
un anciano se atreve a ello. Esa es una de las grandes riquezas que
los caracteriza. Tienen una habilidad especial para encontrar el
momento y la forma de decirte las cosas. Entonces me di cuenta de que
“babá” Jonás me había tomado ya por uno más de su familia.
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