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viernes, 23 de marzo de 2012

La delicadeza del viejo Jonás

Uno de esos días en que me tocaba visitar varios poblados, no quise regresar a casa sin visitar a Jonás Saingar, un maestro septuagenario que vive justo detrás de la misión. Había perdido hace poco a uno de sus innumerables nietos y lo menos que podía hacer era pararme un rato para saludarle y darle el pésame.

Desde que había recibido el bautismo no era el mismo hombre. Es como si hubiese recuperado su juventud. Siempre atado a su bastón, apenas lograba caminar con sus piernas débiles y torcidas. Había sobrevivido a dos operaciones y a no sé cuántas estancias en el hospital, pero todos los viernes de Cuaresma era el primero en llegar para el Vía Crucis y no se perdía ni una Misa matinal por muy temprana que fuese. Cada año, cuando hacíamos el retiro de Cuaresma a tres kilómetros de la ciudad, era el primero en tomar su viejo bastón y ponerse en camino.

Hablé un buen rato con él. Había pasado casi toda su vida enseñando a los demás y me confesaba que no es fácil enseñar hoy a los jóvenes. “Ya no es lo mismo –me decía–. Antes el maestro tenía una cierta autoridad, ahora los jóvenes ya casi no nos escuchan”. De hecho, me habló de sus propios hijos y, concretamente de una de sus hijas, que se había ido a vivir con un hombre sin haber celebrado el matrimonio. Según la tradición, el marido tiene que pagar la dote o, al menos, mostrar un interés por la familia de su mujer. Hablamos largo rato sobre el asunto. Su hija debería recibir el bautismo aquel mismo año, pero Jonás se oponía porque ni ella ni su marido mostraban excesivo interés por arreglar su situación matrimonial, ni con la Iglesia ni con la tradición. “Yo me bauticé de viejo –me dijo orgulloso–. Ella es joven y tiene todavía que comprender qué significa ser cristiano y vivir como cristiano”.

Como casi todos los ancianos africanos, Jonás tenía una nutrida familia a su alrededor. Su casa estaba siempre llena de gente. Cuando le propuse hacerle alguna fotografía para que en España pudieran conocer a uno de los ancianos ilustres de la parroquia, convocó a todos, se puso su mejor traje y me dijo: “Ya estoy listo, Padre. Cuando usted quiera puede filmarme”. Después de una buena sesión de fotografía, me preguntó por mi familia y se quedó un poco sorprendido de que mi padre sólo haya tenido cinco hijos. Pero cuando le dije que mi abuela tuvo más de cincuenta nietos y biznietos, se quedó más tranquilo. Para un anciano africano, la descendencia es algo muy importante, porque sus hijos y sus nietos son toda la riqueza que tienen y, de alguna manera, la herencia que dejan cuando se va a reunir con los antepasados.

Cuando llevábamos conversando un rato, llamó a una de sus hijas y le dijo que me sirviera un vaso de té. Entonces la conversación empezó a ir por otros derroteros. Jonás empezó a sacar su vena de maestro y con una delicadeza que sólo dan las canas empezó a darme una serie de consejos. “Padre –me dijo casi en voz baja–, el otro día hiciste algo que no está bien”. Le pregunté qué había hecho, pensando en alguno de los innumerables errores que seguía cometiendo a pesar de ir conociendo ya unas cuantas cosas de la mentalidad ngambay. “El domingo pasado –susurró–, tu camisa estaba rota cuando viniste a decir la Misa, y eso no es bueno. El domingo es el día del Señor y tenemos que estar todos bien vestidos”. En África es muy fácil que se te haga un roto en el pantalón o en la camisa, y al final, acabas acostumbrándote a ello. Sin embargo, para la gente, el día de fiesta es un día muy especial, y el párroco tiene que ser el primero en vivirlo.

Aquella pequeña corrección de Jonás me hizo pensar. Más que por el “error” en sí, por la forma de decírmelo. No es normal que la gente se atreva a corregirte, y menos aún si eres un blanco. Sólo un anciano se atreve a ello. Esa es una de las grandes riquezas que los caracteriza. Tienen una habilidad especial para encontrar el momento y la forma de decirte las cosas. Entonces me di cuenta de que “babá” Jonás me había tomado ya por uno más de su familia.

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