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viernes, 29 de abril de 2011

Despertar contagioso

Aunque la mecha que desencadenó la ola de revueltas populares que se han vivido en los países árabes se inició el pasado 17 de diciembre con el suicidio público de Mohamed Bouazizi, el germen de las sublevaciones que han llevado al derrocamiento de los presidentes de Túnez y Egipto -y que han puesto contra las cuerdas al mismísimo coronel Gadafi- venía cociéndose desde hacía mucho tiempo. La desesperación que llevó a aquel joven informático a quemarse a lo bonzo al ver impotente cómo la policía le confiscaba su pequeño puesto de verduras, hizo que la rabia colectiva contenida durante años saltase por los aires desencadenando una revolución sin precedente.

Si en Túnez y Egipto las sublevaciones populares lograron derrocar a sus respectivos presidentes, en Libia se ha llegado a un callejón sin salida debido, por una parte, a la resistencia de un tirano que no duda en masacrar a sus propios ciudadanos para mantenerse en el poder -usando armas de fabricación española, dicho sea de paso- y, por otra, a la vergonzosa falta de entendimiento entre las fuerzas de una comunidad internacional que sigue poniendo sus intereses políticos, económicos y geoestratégicos por encima del bien de la población.

Y mientras los dirigentes de los demás países árabes tratan de evitar el efecto dominó a base de represión policial, los mandatarios del resto del continente africano miran hacia sus vecinos del norte con expectación. Aunque no sea tan evidente que la furia del viento sublevador del Magreb alcance el otro lado del desierto del Sahara, ningún dirigente del continente puede considerarse a salvo de nada. Ciudadanos de Gabón, Camerún, Angola, Suazilandia o Burkina Faso han protagonizado en los últimos meses una serie de protestas que han llevado a sus presidentes si no a temblar, sí al menos a darse cuenta de que el pueblo está tomando cada vez más conciencia de sus derechos.

Salvando las distancias, ni Libia es Costa de Marfil, ni Laurent Gbagbo tiene el mismo peso internacional que el todopoderoso coronel Gadafi. Sin embargo, la detención de Gbagbo el pasado 11 de abril gracias a la intervención del Ejército francés puede servir también de aviso para aquellos que interpretan la democracia a su manera y se niegan a admitir la voluntad popular, manipulan escrutinios electorales o cambian la Constitución para eternizarse en el poder.

Sin embargo, Alassane Ouattara, presidente electo de Costa de Marfil, no solamente tendrá que hacer frente al reto de pacificar un país dividido, sino que además deberá ganarse a pulso una legitimidad que, si bien ha obtenido legalmente en las urnas, está todavía lejos de conseguir en la calle. La manera en que ha accedido a la presidencia -a través de las armas y con el apoyo de Francia- no le servirá de mucha ayuda.

Los presidentes que salgan elegidos en los diversos comicios que están teniendo lugar estos meses en diversos países africanos deberán mirar muy de cerca todo lo que está sucediendo en Costa de Marfil y en los países del Magreb. Si la protesta desencadenada en Túnez por la muerte de Mohamed Bouazizi aquel 17 de diciembre se extendió como un reguero de pólvora por los demás países árabes, nadie sabe hasta cuándo aguantarán los millones de africanos que al sur del Sahara siguen viviendo sumidos en la miseria, víctimas de la corrupción, el nepotismo y el abuso de poder.

No olvidemos que el despertar de las independencias se inició en el norte del continente y su efecto se contagió al resto de las colonias. Es cierto que las circunstancias son diferentes, pero una vez que el pueblo se despierta, ya no hay quien lo pueda volver a dormir.

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